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Qué


Qué quieres que te diga…

Si no vas a rasgarte las ideas

Si no vas a escupirle al mal de amores

Si guardas la saliva en la repisa

Si no vas a morderme la entrepierna

Si no intentas besarme las neuronas

Si no te despanzurras de la risa

Si tampoco suspiras, no jadeas,

Si te da repelús tener morriña

Si no sabes lo que es el duermevela

Si no vas a soltar ni una indirecta

Si no tienes jirones en el alma

Si nidiós te revuelve las entrañas

Si escuchar estos versos te da flato

Si las vísceras están en punto muerto

18/04/16

El afilador


afilador-angel-rojo-1El afilador

Esta mañana a eso de las once y media un timbrazo me ha sacado de la cama. Señora, es el afilador, ¿tiene usted cuchillitos pa’ arreglar? Respondo “nogracias” como una autómata. Y algo en mi cerebro reptiliano ha debido de pensar que igual sí que tengo cuchillitos pero otra cosa es que tenga yo el tiempo para ponerme a revisarles el filo. Y luego bajárselos a usted al portal. Que tiene usted una profesión anacrónica y muy poquita idea de tendencias emergentes de mercado. Porque igual mis cuchillitos están hechos unos zorros, pero si algún día reparo en ello, buscaré en internet una oferta de Ikea, me traerán unos nuevos a casa, sin pasar por la tienda, sin hablar con nadie, sin comprobar los filos y los nuevos tendrán un diseño ideal, con toque hípster y todo, aunque no corten el filete, pero eso da igual.

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Y tiraré mis viejos cuchillos, esos que usted cree que le voy yo a bajar al portal para que usted con su silbidito años ´60 tiruriruuuuriiiiielafiladoooooor  que me recuerda a la infancia y a los gitanos con la cabra y el pianillo los arregle. Que este barrio ya no es el de cuéntame. Que aquí no hablamos con la gente, ni arreglamos los objetos cuando se desgastan. Aquí los tiramos a la basura y reinvertimos online con nuestra Mastercard a golpe de teclado y sin dependiente al que haya que pedir nada. Google me sugerirá la oferta que mejor se adapta a mí porque sabe mucho más que yo acerca del cuchillito que me hace falta. Porque Google e Ikea tienen algoritmos, señor afilador, que parece usted del Cretácico inferior. Usted no tiene nada que hacer frente al Big Data que sabe de mí más que yo misma y tanto mejora mi vida. Y si miro un rato la página de cuchillitos y luego no me decido, el señor Big Data lo sabrá y, muy majo él, me recordará la falta que me hacen los cuchillos nuevos asaltándome en cada banner de mi pantalla. Para que no me olvide.

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Pero mira que usted es osado importunando a la gente en casa. Que uno está muy tranquilo y si quiero yo arreglar cuchillos, ya buscaré afiladores en el 11888 ese que lo saben todo. Qué molesto llamando a todos los timbres, menudo revuelo monta. Que se te mete en casa…Porque otra cosa es que el señor algoritmo me recuerde en cada página web que he consultado casas rurales en Villabotijo de abajo y que las ofertas aún me están esperando. O que hay un pack de braguitas de mi talla, esperando para ser enviadas. Google me lo recuerda “sutilmente” en mi pantalla, en la del iPad, en el móvil y en el portátil cada vez que me conecto. Y es de agradecer, que si no me perdería todo eso. Y si bajo a hablar con usted, de cuchillos o lo que sea, pues al final se me pasa la mañana y ni actualizo mi Facebook ni retuiteo ni nada, que estoy siguiendo un hilo buenísimo con unos de Costa Rica sobre cómo montar una empresa online. Que no es que tenga yo nada que vender, pero eso ya se me ocurrirá después. Que también hay cursos online de creatividad e iniciativa empresarial y apertura de mercados para futuros emprendedores. Y está genial y además te hacen descuento en el máster de liderazgo. Con clases interactivas que no tienes ni que seguir en directo. El profe ni suda ni huele. Y encima me viene guay para el currículum.

Me pregunto si quedará alguna señora que baje con sus cuchillos y espere a que en un ratito usted se los devuelva afilados y relucientes por un par de euros. Eso es viejuno. Ni creo que pueda llegar a ser ni un poco trendy porque entre que busco los cuchillos, bajo al portal, veo que viene usted con la bicicleta esa y la maquinita de afilar en ristre y que sabe usted hacer cosas con las manos, mejor me quedo en casa jugando al Candy Crush o mejorando mi visibilidad en internet para mejorar mi cibervida social que ni huele ni suda. Pero que hay que ver cómo mola…

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Ahora que lo pienso…, usted podía pensar en abrir una web y ofrecer sus servicios y se pone usted a afilar online como un loco e igual amplía su mercado y le llaman para afilar cuchillos en Wisconsin. Pero claro, a ver de dónde saca usted un community manager que le gestione su target. Pfff, no lo veo, tendría que hacer un estudio de mercado, mater en imagen corporativa y diseño de logo… Lo dicho, que lo suyo es una de esas profesiones en desuso, que desaparecen, claro, porque en qué momento me iba a plantear yo bajarle los cuchillos al portal… si ahora que lo dice voy a entrar en Zara Home, en la sección de menaje, que está llena de ofertas alucinantes. En lo que tardo en bajárselos ya he hecho la compra online. Que el algoritmo me la ha puesto a güebo. Y mañana con un código que me han mandado, se lo enseño en la pantalla del móvil a la señorita de Zara y ella mete el código en su ordenador y le sale mi pedido. No tendré ni que explicarle a la chica cómo eran los cuchillos que compré. Ya ni me acuerdo. Pero a ella le salen en el numerito de registro. Y no me tendrá que dar ni las vueltas, así no tengo ni que calcular, ni sumar, ni restar -ni fiarme a ciegas de ella-. Porque ya está ciberpagado. Mira que es cómodo. Pues lo dicho, que el próximo día que venga usted, le explico todo esto por el telefonillo…si tengo un rato. Menudo domingo llevo…qué gente tan rara. La del tercero le ha bajado el jamonero y los cuchillitos de postre. Ya decía yo que es rancia… Pero rancia, rancia.


¿Que si se puede hacer poesía después de Auschwitz? Algo así preguntaba sinceramente Adorno, respondiendo que tal cosa sería una barbarie… Pues quizá no se puede hacer poesía, se debe. Quizá hemos de discutir si la barbarie sería no hacerla. porque quizá sea la única manera de decir algo, de afirmar, de seguir vivos después de aquel horror.

Desde luego que no es cuestión de hacer poesía bucólica y pastoril. Es cuestión de que, quizá también, sea el único modo del lenguaje que pueda hacerse cargo del grito mudo que necesitamos proferir justo antes de pensar otros mundos posibles.

Sin duda lo peor de Auswitzch es que ha sucedido. Que ocurrió esa condensación extrema del mal. Pero una vez que ha pasado, creemos que nada puede ser peor. Que tenemos la suerte de no ser conducidos otra vez a los campos de la muerte en aquellos trenes. Tenemos esa suerte y no nos han tatuado un numerito en el brazo como membrete de la infamia.

Pero es que la destrucción organizada, la industria del terror, aquella pulcra y elegante conferencia de Wannsee de 1942, se repite. La banalización del mal que diagnosticaba, certera, Hannah Arendt, sigue sucediendo hoy. Las formas en que el mal se cuela en nuestras vidas son igualmente frías y calculadas y las centenas de miles de muertos vagan hoy por las calles con la apariencia de los zombies. Quizá no pasan hambre, incluso estén sobrealimentados, hasta obesos. No están incomunicados de los suyos, tienen decenas de redes sociales, apps y demás métodos de pseudocomunicación. No están condenados a trabajos forzados y tienen la suerte de tener un trabajo de 8 a 8 en Andersen Consulting -o como dios quiera que se llame ahora- e intercambian tarjetas de visita esmeriladas en reuniones encorbatadas como en American Pshyco.

Puede ser que esté de más la comparación con los campos de exterminio. Al fin y al cabo, en el ranking de dolor, Auschwitz gana por goleada, porque en la foto, los ciudadanos del primer mundo no aparecemos con pijamas de rayas, ni con el torso atravesado de costillas salientes -dantescos códigos de barras-. Ni apilados en montañas de cadáveres. Pero en esa foto de familia de la rolliza aldea global, con demasiada frecuencia aparecen sombras, espectros, sonámbulos. Personas pseudovivientes que ni siquiera saben cuál es su dolor.

Es verdad que de Auschwitz no se podía salir con vida. Pero del líquido amniótico tóxico en el que nos encontramos, tampoco se puede salir, ni se puede vivir. Nuestro compañero Rafael respondía el otro día a la canción de las políticas inclusivas que nos bendicen: son tan benévolamente inclusivas, que uno no se puede excluir… Pues bien, aparentemente libres, aparentemente ricos, aparentemente sostenibles, aparentemente amparados por las leyes. Y, sin embargo, la sensación de muerte se cuela sorda, como la peste, invisible. En forma de hastío, de miedo, de máscaras.

Y como en el top ten del dolor, decíamos, gana Auschwitz por goleada, como no se puede imaginar nada más terrible, corremos el riesgo de pensar que nuestro mundo no es tan malo. Y el show de Truman se emite diariamente para recordarnos que de nuestras “little boxes” higiénicas, de nuestros dúplex y adosados no hay que querer huir, para que olvidemos que nuestras «cámaras de gas» no nos fumigan de golpe, sino que van soltando el tóxico lentamente. Los efluvios no matan inmediatamente. Pero cuando llega la muerte, cuando un espejo nos devuelve la imagen del zombie, del sonámbulo desorientado e inconsciente, podemos descubrir que nos estaban envenenando. Y si los alemanes biempensantes y cómplices veían aquel peculiar humo salir de las chimeneas de los hornos crematorios y notaban un hedor extraño y mareante, nosotros también sentimos un aire irrespirable, una opresión sorda, una dolencia insidiosa pero inespecífica a la que no logramos poner nombre. Así que preferimos, como ellos, ignorarla. Ponernos de perfil, olvidar su pertinaz permanencia.

Por eso, el lenguaje, nosotros, hemos de retorcernos para poner en palabras, para decir «Auschwitz» con horror. La poesía debe gritar el horror de aquellos lugares. Y nosotros hemos de usar esa poesía para que se haga cargo del dolor de aquellos barracones. Y también, ahora, del nuestro. Porque el mal que se condensaba en aquellos lugares (no se me rasguen las vestiduras) no es tan diferente. El radical desprecio por la vida, por el otro, que llevó a aquel exterminio concentrado y monstruoso no está tan lejos del nuestro. La racionalidad de Auschwitz, que la tiene, no nos es ¿aún? ajena.

Ahí está el peligro de Auschwitz en todo su esplendor. Fue tan horrible, que a su lado todas las demás formas del mal palidecen. Así que, por un perverso mecanismo, nos convertimos en seres más o menos agradecidos porque aquellos campos de exterminio ya no son para nosotros, ni en calidad de víctimas, ni en calidad de verdugos. Por eso se convierten los viejos barracones en un parque temático, como todos sabemos; para poderlo consumir con la naturalidad con la que consumimos un escaparate de Nike. Y así creemos haber exorcizado el holocausto. Necesitábamos hacerlo.

Pero ese proceso tiene un peliagudo revés. ¿Sin querer? lo alejamos, lo recluimos en los anales de un horror que no nos pertenece y, si nos hacemos cargo de él, lo hacemos con las gafas de mirar al pasado, a una historia superada. Y aunque es verdad que a Arendt se le helaba la sangre cuando encontró en los criminales nazis unos tipos medianamente normales, y hasta «presentables», sin cuernos, ni tridentes, necesitamos pensar que algo les separa, que algo les diferencia esencial y radicalmente de nosotros. La sociedad, hemos dicho mil veces, aleja el dolor y la muerte, los evacua de inmediato para negarlos. Y cuando no se pueden negar, se cubren de una pátina consumible. A saber: el dolor cotidiano se coloca en las secciones de sucesos de nuestros informativos, perfectamente aisladitos de los acontecimientos de la sociedad, en un apartado que no contagie nuestra realidad para que sigamos confortablemente pensando que estamos seguros, que podemos seguir en paz con nuestra cerveza en una mano y la hipoteca recién firmada en la otra. Y así el mal extremo pertenece a los otros, lo ejecutan los otros y lo padecen también los otros. Pero en nuestras vidas cotidianas, en nuestros acolchados mundos, volvemos a escuchar que vivimos en el mejor de los mundos posibles y, para regocijo y tranquilidad general, no somos ni la mitad de malos que los nazis.

Nos ofrecen estadísticas impecables de power point para que no rechistemos. Finalmente son «hechos», «datos» irrevocables: somos más ricos que ayer, hasta los pobres son más ricos que ayer. Hay menos dolor, nos cuentan en Ávila, porque sacan la báscula de calcular el dolor y les sale un “arrojante” total con menos ceros. ¡Yupi! Así que no se quejen, o mejor, ni lo piensen. Pero si podría ser peor…, ¿no lo recuerdan? Y como la trampa del pensar está preciosamente construida (¿quién no va a firmar que nada hay peor que aquel genocidio? ¿O es usted un insensible?) Pues eso, lo dicho, disfruten de sus derechos (humanos y de los otros), de sus parlamentos (pero no se acerquen a ellos que sacamos a los geos), de sus centros comerciales y de sus televisores de plasma. Y disfruten también, y aquí está la gracia que más terroríficamente nos concierne, de sus pesados juicios, de sus intolerancias cotidianas, de sus faltas de amor, de sus agresividades punzantes, de sus pequeños terrorismos de alcoba y mesa camilla porque sus chimeneas del pensar y del vivir llevan años sin deshollinar, pero…peccata minuta al lado de las cámaras de gas. ¿Cierto? Mmmm…

Y su democracia es buena, créanlo…¿o es que acaso prefieren la dictadura? Y claro, el fantasma de Franco -&Cia- está ahí disponible para sacarlo a pasear para asustar a los niños que somos, eficaz como el coco. Bienvenidos al síndrome de Estocolmo.

Pero ocurre que no hay mal común sin mal individual y viceversa. En el curso de Ávila se nos ha proporcionado estos días inventarios de las posibles formas de relación con el otro. De lo necesaria e insoportable que resulta la mirada del otro, la irremediable soledad de nuestro cógito y de nuestra piel, la imposible apropiación total de ese que me mira y lo insoportable de su grito callado. Nos cuentan cómo Camus pintó al extranjero, cínico absoluto por ser poco cómplice del silencio orquestado. El extranjero se escapa, escurridizo. No se compromete con nada ni con nadie. Es el más terroríficamente lúcido, inhumano.

¿Y qué nos queda? Se preguntaba Chema, quizá todos. Porque los repertorios del mal parecen infinitos. Y lo siguen siendo porque hasta cuando pensamos el mal, o el dolor, pintamos a la perfección sus líneas de fuerza, sus estrategias, sus personajes…y otra vez los alejamos. No exploramos nuestras cuotas de dolor porque las depositamos en los otros. Si algo sobra son chivos expiatorios. Y, por si fuera poco, somos incapaces de unir nuestras fuerzas y construir para nosotros una racionalidad que nos aleje, mínimamente, de esa complicidad mortal.

Los inventarios del mal están correctísimamente trazados desde su lógica interna, desde la dialéctica más perversa, desde el modo del juicio diagnóstico que renueva la lucha verdadero/falso, yo/el otro, como nos recordaba el miércoles Rafael. Suena a perogrullo, o quizá a sermón de la montaña, pero el olvido del ser que diagnosticaba Heidegger, es un olvido de consecuencias crueles. El dolor de los campos de concentración está siendo perpetuado incluso desde la filosofía. Porque hoy también tenemos víctimas a las que mirar a los ojos y no lo soportamos porque están demasiado cercanas. Con una mano describimos los repertorios del dolor, los dispositivos de su exorcismo en la tragedia ática, sus causas, sus agentes, las historias de los indios cristianizados, y con la otra se aparta al otro -que está vivo a nuestro lado- pero que, maldito, no se ha dejado deglutir. Ni cesamos en nuestro deseo caníbal de hacerlo.

Pero podría ser peor. Y nos vamos a dormir tranquilos: Auswitzch (y otros miles de lugares del dolor petrificado) nos escandaliza y además nos proporciona el personaje conceptual del mal en estado puro. Está acotado. Narra a la perfección el peor de los escenarios de relación con el otro. Y cuando acabamos de decirlo, de diagnosticarlo, de diseccionar la infamia, olvidamos que no podemos mirarnos al espejo. Olvidamos que desde nuestra atalaya de cabezas pensantes, con frecuencia ni nos hacemos cargo del dolor del otro ni generamos nuevos modos que lo hagan imposible. Y es que somos lúcidos, a veces hasta brillantes en nuestro razonar pero cobardes, complacientes y arrogantes, recién duchados y oliendo a Nenuco, rara vez nos atrevemos a mirar en nuestras alcantarillas, en nuestras víctimas.

Pero, es verdad, todavía no estamos muertos. Todavía podemos intentar huir, pensar, vivir. Reconocer el síndrome de Estocolmo y hacerlo saltar en pedazos. Acallar el discurso de los que oprimen sutilmente, silenciando con sus armas políticas, filosóficas y vitales cualquier otra posibilidad de aire respirable y susceptible de ser compartido. Todavía podemos hacer poesía con el agua al cuello para poder bailar, ligeros, aunque sólo sea una vez más, el vals de las flores, el de las olas o el de las mariposas. ¿No?

Isolation


Cuando los dioses callan y enmudecen en un silencio sordo…no hay trompetas ni volcanes que los despierten, ni altares infinitos que puedan llegar siquiera a rozarles los pies.
No hay plegaria que melle en sus corazones indiferentes.
Enmudecen displicentes, crueles, sórdidos, lejanos.
Y así el universo queda envuelto en un plúmbeo manto de desamparo callado.
Bajo él, los hombres. Orando. Clavadas las rodillas en un profundo fango. Llorando.
No hay Isis, ni Venus, ni dios de la lluvia que por un descuido dirija sus ojos a la tierra.

México 2006.


Del album «Far finta di essere sani», esta enloquecedora delicia del milanés. De aquel que contaba lo de «Qualcuno era comunista». Genial. Escuchen. ¡Que parezca que estamos sanos!

Ho visto un uomo matto è impressionante come possa fare effetto un uomo solo, dimenticato, abbandonato dietro le sbarre sempre chiuse di un cancello.
Noi fuori dal cancello noi che siamo normali, noi possiamo far tutto noi che abbiamo la fortuna di esser sani noi ragioniamo senza perdere la calma col controllo di noi stessi, senza orribili visioni.
Noi siamo sani, noi siamo sani noi siamo fuori dai problemi della psiche sempre in pace col cervello e con i nostri sentimenti così normali, i nostri gesti equilibrati non danneggiano nessuno, sempre lucidi e coscienti.
Noi siamo sani, noi siamo sani, noi siamo normali noi che sappiamo di contare sul cervello siamo sicuri, siamo forti, siamo interi e noi dall’altra parte del cancello.
Un uomo, lo sguardo fisso un uomo solo alla ricerca di se stesso un uomo a pezzi, così impaurito, così bloccato dietro le sbarre sempre chiuse di un cancello.
Noi fuori dal cancello noi che siamo normali, noi possiamo far tutto noi che abbiamo la fortuna di esser sani possiamo avere un buon lavoro, una famiglia sempre unita, un’esistenza piena di rapporti umani.
Noi siamo sani, noi siamo sani, noi siamo normali noi che abbiamo gli strumenti per poterci realizzare con un titolo di studio si può viaggiare, si può avere il passaporto, la patente il porto d’armi e la domenica allo stadio.
Noi siamo sani, noi siamo sani, noi siamo normali noi che sappiamo di contare sul cervello noi prepariamo i nostri figli per domani e noi da quale parte del cancello da quale parte del cancello.
Siamo proprio normali, noi possiamo far tutto noi che abbiamo la fortuna di esser sani noi ragioniamo senza perdere la calma col controllo di noi stessi senza orribili visioni.
Noi siamo sani, sì, noi siamo sani noi siamo fuori dai problemi della psiche sempre in pace col cervello e con i nostri sentimenti così normali, i nostri gesti equilibrati non danneggiano nessuno, sempre lucidi e coscienti.
Noi siamo sani, noi siamo sani, noi siamo normali noi che sappiamo di contare sul cervello noi prepariamo i nostri figli per domani e noi da quale parte del cancello da quale parte del cancello.
Siamo proprio normali, noi possiamo far tutto noi che abbiamo la fortuna di esser sani possiamo avere un buon lavoro, una famiglia sempre unita, un’esistenza piena di rapporti umani.
Noi siamo sani, noi siamo sani, noi siamo sani, noi siamo sani, noi siamo sani…


Fumadora empedernida, premio Nobel, polaca: ha muerto en casa, tranquila, mientras dormía.

Dejo este poema que leo recurrentemente desde que cayó en mis manos.

Gracias, señora. Gracias siempre.

AQUÍ

No sé cómo será en otras partes

pero aquí en la Tierra hay bastante de todo.

Aquí se fabrican sillas y tristezas,

tijeras, violines, ternura, transistores,

diques, bromas, tazas.

Puede que en otro sitio haya más de todo,

pero por algún motivo no hay pinturas,

cinescopios, empanadillas, pañuelos para las lagrimas.

Aquí hay un sinfín de lugares con sus alrededores.

Algunos te pueden gustar especialmente,

puedes llamarlos a tu manera,

y librarlos del mal.

Puede que en otro sitio haya lugares así,

aunque nadie los encuentra bonitos.

Quizá como en ningún sitio, o en pocos sitios,

aquí tengas un torso separado

y con él los instrumentos necesarios

para añadir los propios a los niños de otros.

Y además brazos, piernas y una cabeza sorprendida.

La ignorancia tiene aquí mucho trabajo,

todo el tiempo cuenta, compara, mide,

saca de ello conclusiones y raíces cuadradas.

Ya, ya sé lo que estás pensando.

Aquí no hay nada duradero,

porque desde siempre hasta siempre está en manos de los elementos.

Pero date cuenta: los elementos se cansan rápido

y a veces tienen que descansar mucho hasta la próxima vez.

Y sé qué más estás pensando.

Guerras, guerras, guerras.

Pero incluso entre las guerras a veces hay pausas.

Firmes -la gente es mala.

Descansen -la gente es buena.

A la voz de firmes se produce devastación.

A la voz de descansen se construyen casas sin descanso

y rápidamente se habitan.

La vida en la tierra sale bastante barata.

Por los sueños, por ejemplo, no se paga ni un céntimo.

Por las ilusiones, sólo cuando se pierden.

Por poseer un cuerpo se paga con el cuerpo.

Y por si eso fuera poco,

giras sin billete en un carrusel de planetas

y junto a éste, de gorra, en un torbellino de galaxias,

en unos tiempos tan vertiginosos

que nada aquí en la Tierra llega ni siquiera a moverse.

Porque mira bien:

la mesa está donde estaba,

en la mesa una carta, colocada como estaba,

a través de la ventana un soplo solamente de aire,

y en las paredes ninguna terrorífica fisura

por la que el viento se te lleve a ninguna parte.

Wislawa Szymborska. AQUÍ.


La verdad no avisa; aparece, se manifiesta, se deja ver.

Si la busco con ansia se aleja: Si con pereza, se amohína.

Y no es caprichosa la verdad sin embargo. No se la cita, pero sí se la puede invitar.

Es un huésped exquisito que querría quedarse, pero al que la fealdad ahuyenta.

Es difícil y fácil la verdad. Como una amante sin compromiso que pide ser buscada con calma, con devoción.

No se deja apresar por los conceptos. Aunque puedo hablar de ella sin agotarla nunca, como un hermoso rostro cambiante pero eterno.

Tan pétrea como una columna de mármol y tan evanescente y fluida como vapor de agua.

Es porque es. Porque sí.

Se puede sobrevivir sin ella en una suerte de vacío desconcertante.

Quien ha habitado en ella no puede abandonar su lugar.

Madrid 7/02/2010

Ah, y dice Rilke estas palabras: «…lo que sólo se atrapa con suerte de vez en cuando y se vuelve a lanzar como un niño el balón»


  

           No se puede decir cualquier cosa, ni escribir lo que me de la gana, porque se corre el riesgo de no decir nada. No nos podemos saltar la gramática, a menos que creemos otra verosímil si es que la que tenemos se nos queda pequeña. Porque los límites de la liturgia de la lengua son necesarios para entendernos. Si destruimos los límites no somos menos libres, seremos libres…para no decir nada, o sea, para no ser nada.

           Si quiero ser poeta es porque quiero jugar a un juego. Hay las normas de la libertad, es el juego más libre que existe. Tiene un código infinito, pero existe: el código de las palabras y de la vida.

            PERTINENCIA

            Cuando busco una palabra, la que quiero, y no otra, soy libre porque la encuentro y porque existe. Soy libre porque tengo que buscarla y porque está y la tengo. Y entonces resucito escribiéndola, diciéndola. Y más libre aún si allí estás tú escuchando, viviendo.

          Yo sé que estas palabras que escribo no son palabrería fácil. No son juegos de retórica o de viento. No estoy parloteando. Son razones muy fuertes, son las únicas

Placeres- B.Brecht


PLACERES

La primera mirada por la ventana al levantarse

el reencuentro con el viejo libro,

rostros entusiasmados,

nieve,

el cambio de las estaciones,

el periódico,

el perro,

la dialéctica,

ducharse,

nadar,

música antigua,

zapatos cómodos,

comprender,

música nueva,

escribir,

plantar,

viajar,

cantar,

ser amable.

Bertolt Brecht


Aquí va un regalito del señor Woody Allen en su deliciosa Midnight in Paris:

Para bailar dando vueltas, marearse un poco, ir más despacio, seguir dando vueltas y así sucesivamente tanto tiempo como sea necesario…

Es el BISTRO FADA- STEPHANE WREMBEL

AY!

Y otra más, esta para pararse y comprar algodón dulce en la feria…


Lou Andreas Salomé, chiquita muy seria capaz de desquiciar -en el mejor sentido de la palabra- a algunas de las grandes mentes de nuestro pasado inmediato, quiso, según cuenta el biografo de Rilke, Antonio Pau, que el «joven poeta» se sometiera (¡qué mal suena este verbo en este caso) a unas sesionesn de psicoanálisis. Él explica así su rechazo en su segunda carta a von Gebsattel , fechada el 24 de Enero de 1912:
 
«Quizás sean exageradas las reservas que yo manifestara recientemente (con respecto al psicoanálisis), pero en la medida que me conozco me parece seguro que si me expulsaran mis demonios, también mis ángeles pasarían (digamos) un pequeño susto y compréndalo usted, eso es justamente lo que no puede ocurrir»  (RMR)
 
Y que nadie sospeche ni por asomo que hay una postura contra el psicoanálisis en la elección de este párrafo (me curo en salud por si las moscas o moscos…): hay un profundo amor incondicional por Rilke y ganas de compartir esta cita que siempre me ha parecido que tenía mucha miga y que me rondaba ayer tarde la cabeza durante una espléndida charla de Jorge Alemán y al hilo de algunas intervenciones de Ignacio Castro tratando de reivindicar ese «plus» de la «mala vida» que las agencias evaluadoras que nos incuban -creo que desde que el mundo es mundo aunque ahora cobren nuevas formas- se empeñan en arrebatarnos.
 
Algo de eso había en ese Rilke que protegía a capa y espada a sus queridos «demonios». Y los llama demonios…


Hoy es 17 de febrero.

El 17 de febrero de 1600, tras ocho años en la cárcel de la Inquisición -primero en Venecia y luego en Roma- Bruno, el hereje, es quemado vivo en la deliciosa plaza romana de Campo dei Fiori, infausto lugar que actualmente preside majestuoso y solemne un imponente Giordano de bronce obligado desde 1889 a mirar hacia su verdugo, el Vaticano. Demasiadas irreverencias en carne y hueso, como para permitir que las siga haciendo en bronce…

Hoy en Roma, en esa plaza de ejecuciones, estarán colocando una corona de laurel a sus pies con las iniciales SPQR.

Dejo aquí un poema vigente y lleno de sorna y  una imagen del impresionante Bruno de Ferrari tomada hace poco

Pequeña Moleskine-Roma 2010
Giordano Bruno- Roma.

 

 

ELOGIO DE LA ASNALIDAD

«Oh, asnalidad, santa sin parigual,

gustas de desplegarte en la piedad

 y sabes manejar tan hábilmente las almas,

que nunca más las esponjarán espíritu y juicio.

 

Oh, santa ignorancia, a tu rica suficiencia

no la amenazan las figuras del terror,

como el arte y el saber, envejecidos

en la contemplación de las lejanas señales celestes.

 

¿Qué aprovecha a la curiosidad el deseo de saber

cómo es la naturaleza, y si también los astros

están amasados de tierra, agua y fuego?

 

Semejantes cerebros no temen al Santo:

con las rodillas clavadas en el polvo aguardan

la llegada de Dios en el cerebro del asno.»


      Enfrente de la espléndida basílica de Santa Maria Maggiore,

en Via Liberiana,

en plena ciudad de Roma.

Allí esculpía Bernini, en su casa paterna entre 1606 y 1642. Allí fue donde el mármol se hacía carne…o algo más.

Esta maravilla preside una inmensa sala en la Galleria Borghese, observada desde todos los rincones por las miradas lujuriosas de casi todos los viejos emperadores romanos que rodean el interminable salón.

Hasta el 13 de feberero la galería alberga una impresionante muestra de Lucas Cranach, el viejo. El autor del retrato de Lutero que todos tenemos en la cabeza y de esta impresionante «Melancolía» (1532),  un óleo que después volverá a Copenhague.


Otro pedacito que se puede ver cien veces. Simplemente geniales…pitillo incluido

PLAY IT LOUD!


SPINOZA

Las traslúcidas manos del judío

Labran en la penumbra los cristales

Y la tarde que muere es miedo y frío

(Las tardes a las tardes son iguales.)

Las manos y el espacio de jacinto

Que palidecen en el confín del Ghetto

Casi no existen para el hombre quieto

Que está soñando un claro laberinto.

No lo turba la fama, ese reflejo

De sueños en el sueño de otro espejo,

Ni el temeroso amor a las doncellas.

Libre de la metáfora y del mito

Labra un arduo cristal: el infinito

Mapa de Aquel que es todas Sus estrellas.

 

Jorge Luis BORGES

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(Soneto recitado de memoria por Jorge Luis Borges el 10 de octubre de 1973 durante una conversación sobre Baruch Spinoza)


Estoy hasta el moño de la metafísica, o mejor, de lo que los filósofos diletantes quieren que sea eso de buscar eso que no vemos y ponerle atributos de cosas que conocemos y restarle la materia, robarle el límite, abstraer como robots la forma y pensar en pequeños trozos desangrados.

Hasta el moño de no salir del viaje (necesario) de indagar en la historia, en el baúl de los que antes lo han pensado para recorrer con ellos la esencia, el ente, la causa incausada, el ser en cuanto ser y toda una sarta de términos que, pudiendo ser maravillosos –y creo firmemente que lo son-, están tremendamente lejos de ser comprendidos, esto es, sentidos, por quienes los usan. Quieren comprender con la mente algo divino a lo que su cerebro marmóreo jamás tendrá acceso. Los académicos, los eruditos, han trabajado mucho tiempo para blindarse ante la posibilidad del conocimiento porque en eso que quieren llamar Filosofía primera o metafísica, lo que rige es el amor. Y no lo saben. ¿A quién se le ocurre recomendar el amor como requisito previo para estudiar la metafísica? Y del amor se puede hablar –se debe-, pero jamás será un concepto. Y a eso que llaman metafísica, que es poesía, amor intelectual, soplo divino, se acercan con la rudeza de sus instrumentos de pensar, con sus sextantes y astrolabios mentales más o menos oxidados o a punto, según qué casos. Herramientas fantásticas que hacen funcionar impecablemente, pero hay que advertirles: no es para esto señores: están comiendo sopa con tenedor y, claro, se escurre. ¡Ja!

 Y para ello no hay que “buscar otro lenguaje” como se empeñan en decir algunos, porque sólo hay un lenguaje. Al final, claro, es el amor intelectual de Spinoza, es el nous de Anaximandro, es la mística. Y desde ese viaje se puede volver al mundo del aquí y ahora, del tiempo que nos cosume, de la historia de las historias de la metafísica, se puede ir a la crítica del capitalismo o a por el pan; a donde se quiera. Pero sin ese viaje –personal y comunitario a la vez- no se va ni a la vuelta de la esquina por muchas cátedras de metafísica que se repartan. Y para eso hay que entender que existe un pensamiento no conceptual, no secuencial, sino unitario y eterno, de una eternidad más allá de la matematización.

Y esto no es un power point, sólo es un desahogo, antes de que las garras de algunos filósofos me atrapen… y tengan que venir otros a liberarme…


 ¡Touché!, Mr. Pete Seeger… maravilloso.  ¡Cuántas veces he querido decir lo que dice esta canción!

Me recuerda a Marcuse, al hombre unidimensional, al borreguismo en el que nos mecemos, a toda esa milonga del estatus, del nivel de vida, de sentar la cabeza, centrarse, triunfar. En fin, al trágico paquete que nos venden y que se empeñan en comprar muchas personas que me rodean, ¿no sienten el vértigo? La canción es perfectamente repetitiva y mojigata, una perfecta onomatopeya musical al servicio de esta implacable sátira social.

Es ante todo un buen espejo en el que mirarse, es sociología -de la buena-  y una cancion deliciosa. 

Ahí la dejo en varias versiones: Una sencillita y con video ilustrativo con imágenes literales que dejan poco a la imaginación -no apta para los amantes de los chalets adosados-.

 

Otra con Malvina Reynolds, la autora de la composición en 1962

 y al fin una en la que vemos la cara genial de Pete Seeger, divertido y punzante comunista americano cantando en directo. Él hizo famoso este tema en el 63 y recuerda en este video a su amiga Malvina


Cuando más falta nos hace, llega, por ejemplo, Alain Badiou. Y nos habla del “acontecimiento”. Y nos  creemos que se trata de un nuevo slogan de mercado. Y como tal lo tratamos, como si fuera un evento de los que se organizan con azafatas y canapés, fecha, hora e invitación. “¿Adónde viene usted?” Y estaríamos encantados de responder: “¿Yo?, vengo al acontecimiento, por supuesto”. Porque seguimos siendo víctimas de la mentalidad de consumo, de praxis como utilidad, de consecución y de objetivos.

Y yo me imagino que Badiou ha de retorcerse en su sillón y proferir alaridos de dolor intelectual.

Pero el acontecimiento que yo leo en Badiou está hecho de muy otra pasta. Es tan contradictorio y sutil, que resulta, como idea, molesta y escurridiza para nuestras mentes científicas, tecnológicas y apoéticas.

Además queremos logros, trabajamos por objetivos y plazos como nos enseña nuestro mundo laboral: queremos las revoluciones ya, los cambios aquí y ahora, convocables con fecha y hora y susceptibles de incluir en una buena “memoria de resultados”.

Como poco, ante esto, diré que me aburro. Además, me parece feo. Y además paradójicamente inoperante y paralizador, mortal, castrante actitud ansiosa y antifilosófica.

¿Qué nos pasa cuando a Badiou le pedimos que concrete cuándo hay o no acontecimiento? Pasa que simplemente no le hemos entendido y, lo que es peor, no estamos individualmente preparados para comprenderle. Porque nuestras vidas, nuestras estructuras vitales han sido desposeídas de esa capacidad. ¡Fantástico círculo vicioso! Aterrador.

Entender qué es un acontecimiento es en sí mismo ya un acontecimiento. Porque la fidelidad de la que habla el filósofo francés es una actitud, no un acto concreto. Es una potencia infinita llena de infinitos posibles actos que no requieren más que de unas condiciones de posibilidad, de disposiciones de lo posible. ¡Qué escurridizo les parece a algunos! A los radicales, a los concretos, a los inmediatos, me atrevería a decir que a los cuadriculadamente muertos, asfixiados por los conceptos y las concreciones.

Porque “acontecimiento”, ese sustantivo, es inmediatamente pensado como concepto definible y si no, nuestros esquemas nos animan a expulsarlo de nuestro diccionario, de nuestros inventarios y repertorios, pero NO. El acontecimiento de Badiou no es un concepto al uso (OJO ¿?), es una afirmación, es una actitud que por serlo ya es acto.

Pero aquí estamos intentando apresarlo, reducirlo, enlatarlo, como hacen algunos críticos literarios con la poesía, algunos exégetas que asesinan a sangre fría o mutilan sin piedad los poemas para que quepan en los trajes de sus aprioris rígidos y atenazantes.

El acontecimiento lo es porque puede ser. Y no es una utopía porque ocurre, irrumpe, rompe y rasga, descoloca. Y por eso tiene la entrada tan vetada: si algo no nos gusta es que nos descoloquen.

Y me importa un bledo ya cómo lo diga Badiou, seamos irreverentes con nuestros autores: dejemos que jueguen el papel libre de seducirnos, impregnarnos, dejemos que sus sugerencias crezcan y vivan en nosotros para no ser meros aduaneros de propuestas teóricas.

El acontecimiento es lo más sólido en que se puede pensar. Es, desde un punto de vista ético “el bien”, “la verdad” en términos trascendentales –pero “terrestres”, por dios- y el resto son pantomimas que mezclan y desordenan en busca del orden.

Nada hay más revolucionario, y más pacíficamente violento (no es una contradicción, digo pacíficamente violento o violentamente pacífico, si lo prefieren) y, por tanto vivo y fecundo. El acontecimiento ocupa el lugar de la abulia y de la fealdad, no sólo hace acto de presencia, sino que a la vez elimina la comparecencia de los sucedáneos y de los minutos torpes y apáticos.

 Y si alguien no entiende aún a lo que nos referimos que piense en las situaciones vitales que realmente le han producido vértigo, que le han desmallado (con elle), descoyuntado, en las que el suelo se ha roto bajo los pies para después de unos segundos sentir un suelo nuevo y sentirse más fuerte y más evanescente a la vez.

(Pre) textos


A veces soy cálida como la tierra. Y sugerente. Estoy audaz…a ratos. Dentro de mí hay manzanas olorosas y limones frescos. Bandadas de vencejos bailando. Hay miles de ojos fijos. Hay asfixia de trenes bajo tierra. Y lombrices que nunca ven el sol. Hay un autista y un titiritero. Un ciego muy atento que lo mira todo. Hay un crédulo niño. Y si hay todo eso, y si estoy todo eso, es porque te conozco y porque me imaginas. Salinas lo dice mejor, porque habla de los “pretextos donde te escondes” y acierta bien, rotundo; como un buen centinela, un guardagujas. 

Y también me sucede que a veces… creo necesario sentir la sangre limpia, roja y fresca discurrir por las piernas, manchar la cara interna de los muslos hasta teñir el suelo. Y contemplarse, y recordar así, seria y alegremente, que soy hembra. Que soy la tierra y que en mi vientre siempre hay vida,  manzanas olorosas…y limones frescos.

Hombres grises


Maldito sea el hombre en el que no se den todas las contradicciones posibles. O en el que no se hayan dado nunca, en algún momento. Aunque de a pocos las resuelva y sobreviva. Maldito sea el hombre que no llora, que no pregunta, que no juega, que no se deja cambiar por el constante cambio.

Héteme aquí que he visto que existen en el mundo algunos hombres grises. Que no son ni así ni de la otra manera. Que no son verdes, ni azules, ni granates. Sino grises, solamente tan sumamente grises que resultan invisibles.

Suele ser habitual en tales hombres grises que puedan pasar años parapetados tras máscaras chillonas que les permiten pasear el universo. Con caretas de feroz rojo intenso o de impactante negro siniestro, o de irónico amarillo, o de límpido color azul del mar. Y así pasan meses. Y nadie los ve grises. Porque se enroscan en colores que no les pertenecen. Y así se engañan. Pero son grises de corazón parado, de cerbros en establos encerrados. De apatías vivientes sin anhelos. Y caminan con ojos y con brazos. Y respiran con sístoles y diástoles. Pero jamás suspiran, no jadean. No sollozan, nunca se estremecen. Están muertos, pero no lo saben.

Pero si alguien, inocente, los descubre, entonces se enfurecen. Y así, rabiosos tras ser descubiertos, es lo más cerca que pueden estar de la vida: cuando patalean. Y aún así, son de hojalata.

De vez en cuando aparece uno. O dos. Cuando me los cruzo, cuando los respiro, cuando me ahogan, sólo quiero cambiarme de acera.

Deberían llevar un letrero que alertara del sutil pero gran desasosiego que transmiten cuando están cerca.

Y hay hombres que no son grises. Demos gracias a los dioses. Nada más.

Quiero…


No quiero usar los términos filosóficos,

no quiero decir -encadenados- «contingente» y «apriori»,

«necesario» y «esencia»,

quiero decir pájaro, paloma,

pies y dientes, abrigos y tabaco.

Carcajadas y no trascendentales.

Quiero que se junten las palabras fuertes con las suaves

para oir una batalla de campanas.

Quiero decir palabras que son cosas y sangre.

Y que los sabios aplaudan a los poetas. Ellos son los que son. Los que hacen falta.

Los que amanecen o truenan.

Quiero los términos filosóficos para no usarlos, para no decirlos,

para que, a veces, sujeten mis paredes

para poder levantar fortalezas amarillas

que no olviden que hay perros y que ladran

y que hay niños hambrientos

y también que hay amantes destrozados.

Eterno


Fuiste el amor con creces, a mansalva,

amor a manos llenas, a paladas.

Fuiste amor  de derroche, inevitable,

tremendo, bravo, grave, enfurecido,

rabioso, incuestionable, desgarrado.

Tu amor no dejó hueco a lo liviano:

no había que pensárselo dos veces,

fue un amor de carreras, de animales,

de dos ciervos con grande cornamenta,

condenados a una lucha enrojecida,

brutal, magnífica, fecunda, malherida.

Fue tal amor, de no hay donde cogerlo,

de impulsos, de desgarros, de agonías,

de vida o muerte, de albero ensangrentado,

de amor a borbotones, hasta la bandera,

hasta el fin, hasta siempre, hasta donde imagines.

Más allá de las lógicas posibles.

Te quise con las venas, con las células,

con todos los ventrículos y aurículas,

te quise sorda, ciega, manca, muda,

te quise como un águila en picado.

No quise meditarlo, ni medirte,

ni templar, ni pesar, ni preguntarme,

no puse la muleta a tu embestida:

nos corneamos insolentes y contentos,

sin pizca de cuidados o de quiebros,

de frente, por derecho y en los medios.

Así fuiste, mi amor, de inevitable,

de primario, de animal, de rebosante,

pletórico, fecundo torbellino.

Y al final hemos quedado p’al arrastre, pero… lo hemos vivido.

El otro era sincero de palabras, de mimos, de cuidados, ¿de verdades?

Recomendable sendero delicado.

Y a ese otro…tampoco pude, mi amor, negarme.

Los compases latíannos despacio,

templadísima faena, casi fría.

De libro y de carril, de pulcritudes.

Así, mi amor, también fue inevitable.

Y fue cayendo como lluvia lenta,

forjándose del alfa hasta el omega,

irreprochable, correcto, acertadísimo…

Ante ese ¿amor? tampoco sé negarme.

Y antes. Y después. Hubo. Y vendrán otros.

De algunos sabré desapegarme,

a otros me atarán quién sabe inciertos hilos

que yo, mi amor, otra vez, vendré a contarte.

Y sigo siendo yo con cicatrices,

con las que me dejaste y me dejaron,

con tantas que vendrán sobre las que vinieron,

y yo,

mi amor,

lo sabes,

¡cómo no!

una vez más

vendré…

y volveré a contarte.


«Hay un espectáculo más grande que el del mar, y es el del cielo; hay un espectáculo más grande que el del cielo, y es lo interior del alma.

Escribir el poema de la conciencia humana, aunque sea a propósito de un sólo hombre, a propósito del hombre más insignificante, sería unir, fundir todas las epopeyas en una sola grandiosa y completa. La conciencia es el caos de las quimeras, de las ambiciones, de las tentativas, el horno de los delirios, el antro de las ideas vergonzosas, el pandemónium de los sofismas, el campo de batalla de las pasiones. Si a ciertas horas penetráramos al través de la faz lívida de un ser humano que reflexiona; si mirásemos detrás de aquella faz, en aquella alma, en aquella oscuridad, descubriríamos bajo el silencio exterior, combates de gigantes como en Homero, peleas de dragones y de hidras, y nubes de fantasmas como en Milton; espirales visionarias como en Dante. No hay nada más sombrío que este infinito que lleva el hombre dentro de sí, y al cual refiere con desesperación su voluntad y las acciones de su vida.»

Es Hugo. Es Los miserables. Es la tempestad bajo el cráneo de Juan Valjean (o del señor Magdalena…)


No sé a ustedes, a mí lo que me asusta esta noche es el miedo.

Pero encuentro que hay una manera más bonita de decirlo, se llama «micropoema de ajo número 1»:


Está estos días en los periódicos una mujer de fuego. Una mujer de esas ante las cuales resultan irrisorias las habituales reivindicaciones feministas, paritarias o igualatrices. Se llamaba Camille Claudel y sólo tenía diecinueve años cuando conoció a Auguste Rodin quien en alguna carta la llama «mi feroz amiga» y a quien estuvo intensamente unida por el arte y por el amor. Fue una escultora revolucionaria y una joven apasionada.

Está en los papeles estos días porque una exposición en Madrid va a albergar parte de sus obras y tratar de rescatar su recuerdo. De devolverle su identidad, su personalidad que, de alguna manera quedó demasiado unida a la de su maestro y amante.

¿Cómo no temblar pensando en ese primer encuentro entre ellos en la  Academia Colarusi de París? Una joven hermosa, una valiente y despierta muchacha llena de talento que ve por primera vez a quien será para siempre el eje de su vida. Comenzaba para ella el torbellino de arte, pasión, creación y locura al lado de un artista volcánico. Camille se entregó a la vorágine trágica del laberinto del genio. Y perdió la batalla… La ganaron los celos (Camille se sintió siempre despechada ya que jamás consiguió la exclusividad en el amor de un Rodin que la compartía con la costurera Rose Beuret). También los celos artísticos de un Rodin que amaba, admiraba y protegía a su discípula, a la vez que temía su talento. El genio no podía soportar la idea de que la muchacha le hiciera sombra y evitó ayudarla demasiado en su carrera como escultora.

¡Es tan frecuente encontrar al amor intenso y a la pasión cogidos de la mano de la locura y de la tragedia! Los personajes fuertes son trágicos, complejos, turbios, tormentosos. Pero a la vez sugerentes y atractivos como el mejor de los venenos. Seducen, deleitan, embriagan y matan. Y es que ese amor al que canta Lope -«quien lo probó lo sabe»- esconde siempre la tentación de la locura. Quizá sea imposible no sucumbir a tan exquisito bocado.

Ella, Claudel, es una muestra: Rodin debió ofrecerle ese «veneno por licor süave». Y ella probó. Bebió: Cuando quiso apartarlo era tarde. La ruptura inauguró, al parecer, uno de los mejores momentos artísticos de Claudel. Quizá ya liberada artísticamente, sus obras ganaron fuerza e independencia. Sus esculturas parecían librarse de la sombra de Rodin, sin embargo su espíritu no debió nunca conseguir la paz que quizá le robó el maestro. En una de las cartas que escribe desde el psiquiátrico en el que pasó los treinta últimos años de su vida confiesa: «Merecía algo más que esto».


«Por eso, querido señor, ame su soledad, soporte el dolor que le ocasiona; y que el son de su queja sea bello. Pues los que están cerca de usted están lejos, dice; y esto demuestra que se forma un ámbito en torno de usted. Y si su cercanía es lejana, entonces su ámbito ya linda con las estrellas y es casi infinito; regocíjese de su adelanto, en el cual, claro es, no puede llevar consigo a nadie, y sea bueno con los que se rezagan, y esté seguro usted y tranquilo ante ellos, y no los atormente con sus dudas y no los intimide con su confianza o su gozo que no podrían comprender. Procure cierto modo de comunión sencilla y leal con ellos, comunión que no debe cambiar necesariamente aun cuando usted mismo experimente sucesivas transformaciones; ame en ellos la vida bajo una forma extraña y sea indulgente con los hombres que envejecen, pues temen la soledad en que usted confía. (…)

Pero su soledad, aun en medio de muy inusitadas condiciones, le será sostén y hogar; y desde ella encontrará usted todos sus caminos».

Estas palabras corresponden a la obra en prosa del poeta Rainer Maria Rilke (1875-1926), Cartas a un joven poeta, un espistolario a un interlocutor desconocido que parece ser el mismo Rilke de joven.

Descubro recientemente (¡qué curioso!) que Rilke fue amante de Lou Andreas-Salome, una mujer que también mantuvo intensas relaciones personales con otros dos grandes de la época: Nietzsche y Freud.  

Volcado en un cierto momento en la vida intelectual y bohemia de París, Rilke se siente fascinado por Cézanne y, por supuesto, por un Auguste Rodin de quien sería secretario entre 1905 y 1908, aunque se dice que la personalidad del escultor acabó avasallando al poeta.

Retales de su biografía aparte, diría que el párrafo que selecciono arriba no tiene desperdicio…: Redondo y perfecto en forma y contenido. El lenguaje y la cadencia son casi bíblicos. Rilke explica las delicias y las virtudes de la soledad fecunda y de la vida interior. Parece querer decirse a sí mismo, al joven que fue y a todos los demás, que no le tenga miedo a la soledad, que no tema al no encontrar interlocutores («en su adelanto no puede llevar consigo a nadie») o al encontrarlos rezagados. Esa distancia es un síntoma de que su viaje es valioso. Rilke sostiene que el camino de la excelencia y del deleite se realiza en solitario. Los interlocutores cercanos están, en realidad, lejos. E incluso no debe intentar acercarlos para no atormentarlos… Y sin embargo, tras esta consideración, calma la posible altivez, desconsideración o misantropía de sus palabras volviéndose al mundo y recomendando»una comunión sencilla y leal» con los semejantes, evitándoles sus cuitas e inquietudes que no a todo el mundo han de beneficiar necesariamente… Sin duda polémica reflexión. Certera. Interesante. 


No contaba yo con los adelantos de la técnica… pero hace un rato, sin querer, descubrí cómo colocar imágenes en movimiento en esta pequeña moleskine… La verdad es que no lo echaba en falta, pero he de reconocer que hay fotogramas, escenas y cintas completas de la historia del cine -y de la música- que merece la pena ver cien veces. Benditas sean.

Para empezar, así a bocajarro, me ha venido a la cabeza la increible señora MacLaine derritiendo a Jack Lemmon en el inolvidable apartamento. El «Cheek to cheek» de Astaire que sigue teniendo la capacidad de transportarnos a un feliz mundo irreal. El tambor de Gene Krupa en «Sing, sing, sing» que hace levantar los pies del suelo. Y los «doce hombres sin piedad» que cuajaron uno de los mejores alardes de honrada persuasión de la historia -o casi-.


El que se haya perfeccionado en el arte de olvidar y en el arte de recordar, podrá jugar a la pelota con la existencia entera.

Me gusta esta frase.

Kierkegaard dedica muchas páginas al recuerdo en «La rotación de los cultivos».

Confiesa que el buen recuerdo es el recuerdo poético. Ese que llega cuando el dolor ha pasado y deja revivir a la imaginación con el corazón en calma y sonriente…


Para conocer más sobre el autor es interesante la PÁGINA DE LA FUNDACIÓN EVARISTO VALLE

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carnavaladagrotesca.jpgEn la húmeda calma del barrio de Somió, a un paso del centro de Gijón, en una gran finca llamada «La Redonda» se encuentra la Fundación Evaristo Valle dedicada a albegar buena parte de la obra del sugerente artista asturiano que vivió entre 1873 y 1951.

El museo está rodeado de un gran jardín pulcramente cuidado en el que viejos castaños, arbustos y flores se mezclan con estatuas de artistas contemporáneos asturianos perfectamente integradas en el conjunto.

En el interior del palacete novecentista que hoy hace de museo, se exhiben más de un centenar de cuadros entre óleos, grabados, acuarelas con lápiz y simples dibujos en cuadernos de notas encontrando siempre en ellas el hilo conductor que subyace constante: la fuerte personalidad del autor, a caballo entre el costumbrismo y la crítica y la sátira social, impregnadas siempre del humor propio de un caricaturista.

 

Intensos colores a veces irreales y siempre muy expresivos, figuras cargadas de movimiento y fuerza, paisajes oníricos, caricaturas de sencillos trazos o minúsculos dibujos cargados de detalle, son en legado de un pintor y dibujante que observa las costumbres y caracteres de sus protagonistas, que mezcla a ratos la risa y la miseria humanas, que juega con los personajes a los que toca. A los que unas a veces retrata casi fiel y otras inventa.

Siempre mira y comprende. Ve, lúcido y acertado.

Valle consigue trasmitir las emociones que le produce la sociedad que observa: la del Gijón de principios del siglo pasado y la del París o Londres que conoció fugazmente. Canta a la vida, a los placeres, a los sueños. Muestra la embriaguez de la fiesta, o el dolor. Capta escenas cotidianas de la vida rural, conversaciones entre campesinos, charlas en las fuentes de los pueblos, brujas, aldeanos disfrazados, ancianas detenidas, ensimismadas, arlequines…Y sucede que incluso las obras en las que el contenido social es de mayor crudeza, pierden parte de su trágica realidad al ser tratadas con el guante blanco del humor.

En el interior del museo se conserva además una magnífica biblioteca por la que pasaron figuras de la talla de Ortega y en la que se  guardan interesantes recopilaciones de la Revista de Occidente. 

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Remaining


Qué extraña se me antoja esta bendita noche,

qué lejana parece estar la luna,

qué insultante resulta tu recuerdo

qué pequeña se queda esta poesía.

Ínfimas las palabras no caben en el pecho

y por si fuera poco,

el vendaval las borra

y vienen otras -cargadas

de nostalgias-.

Pálidas las palabras

prácticamente muertas

de hambre, de pena,

y de melancolía.


El diccionario de la Real Academia Española considera que «cándido» e «ingenuo» son sinónimos. Quizá las palabras lo sean. Ambas aluden a la falta de malicia, a la sencillez, a cierta inocencia… Sin embargo, sobran ejemplos que demuestran que esas características pueden inclinar al hombre hacia el desastre o hacia la excelencia. Según.

Así que, palabras aparte, hace falta un matiz que separe esas dos cualidades, esas dos actitudes, en su justa medida. Porque una falta extrema de malicia puede ser bobalicona. En su dosis justa puede ser deliciosamente iluminadora. Y en esa diferencia puede ir la vida: en la diferencia entre un necio y un hombre magnífico.

Escribo esto tras leer una anécdota de Heidegger en la que narra un encuentro casual con Ortega y Gasset en el jardín de un amigo arquitecto en la ciudad alemana de Darmstadt. Heidegger cuenta que recuerda al filósofo español sentado en el césped, abatido, triste y sujetando una copa de vino. Triste, explica, “por la impotencia del pensar frente a los poderes del mundo contemporáneo”. Y percibió, alaba Heidegger, en Ortega “una ingenuidad que estaba ciertamente a mil leguas de la candidez”: ¡Vaya precisión en el diagnóstico!

Hagamos caso a la acertada precisión de Heidegger y pensemos que ambos términos no parecen ser absolutamente sinónimos. O que haya quizá dos “candideces” y dos “ingenuidades”. Sea como sea, resulta necesaria la diferenciación. Porque el caso es que el Ortega que sufría en el césped estaba siendo ingenuo. Y por ello entiendo joven, fresco, vivo, radiante. Estaba haciendo gala de la más radical capacidad del hombre: la capacidad de asombro, de implicación intelectual y de disgusto. Casi en la vejez, el cuadro es el de un pensador que sufre porque aún no está desengañado, no está de vuelta de esto y de aquello. Aún necesita pensar con profundidad y con rigor.  Aún está en el mundo y se duele de impotencia. Aún es un guerrero y no se rinde. Ahí está la fuerza de un corazón que no se desanima y que no desprecia ni huye de las cuestiones que le incomodan y le aturden. Se desespera como un niño despierto que comienza a encontrarse con sorpresas y contradicciones. Cuando cabe aún esa decepción sentida es porque quedan en pie esperanza e ilusiones.

Esa grandeza de la vida, la que consiguen pocos, era en Ortega una marca constante.

Así pues, se puede ser ingenuo –auténticamente humano, falto de peligrosa malicia- sin caer en la pueril candidez o en la descreencia y el desánimo.

Ingenuos, cándidos… Bien o mal empleadas las palabras, el comentario de Heidegger sugiere dos actitudes posibles. Y, como siempre: lo bonito. O lo feo. La fatiga o la fuerza. La vida y la muerte.


Un traductor debería tener la obligación de amar lo que está traduciendo, ¿no creen?


«Todo hombre por naturaleza desea saber…», declara, magnífico, Aristóteles abriendo su Metafísica. ¿Se podría añadir, en un apócrifo ejercicio, que todo hombre desea por naturaleza emocionarse, vibrar, sentir? -me pregunto-. ¿Todo hombre vaga de alguna manera en pos de la belleza?

La belleza es un nexo, una proporción, un equilibrio, una escurridiza geometría interna en los sucesos y en las percepciones. Y existe sólo -creo- cuando se la detecta, cuando se la observa. Cuando la sensibilidad humana la despierta. 

¡Y hay belleza tantas veces!: La evidente en un lienzo impresionista, desde luego. Inmediata y rabiosa en un acantilado. En una emoción, en un poema.

Pero siento que hay más belleza cuando está la muerte. Cuando las Parcas juegan su partida cerca. Cuando sucede que va la vida en ello. Cuando se gana o se pierde. Siento que es así, precisamente en un mundo en el que buscamos ir acolchados de seguridades. En el que queremos negarnos la evidencia de que lo único que vale en la vida es el nudo feliz en la garganta. Que tiene siempre un punto de tragedia. Que viene siempre al lado de lo irremediable.

Por eso la belleza no tiene prevenciones. Ni ha de ser políticamente correcta, sino que nace libre, incendia y muere. Y no vale retocarla con cuidado. Las cosas que valen tienen la fuerza del aquí y del ahora. Del cronos que devora y del instante que no vendrá mañana -ni falta que nos hace-.

En la belleza, de esa que yo hablo, sólo caben enormes las verdades. Personajes en llamas, poemas que sangran. La vida, que ha de ser conscientemente trágica, se permite el lujo, el simulacro de parar el tiempo por unos instantes. Y luego vuelve a ser calmada y rutinaria. Por eso la belleza vale. Por su escasa y su leve  permanencia.

Y se puede tener hambre de belleza.  Y querer fabricarla con urgencia. Con acierto o torpeza. A jóvenes hachazos. Y perseguirla donde sea que pueda hallarse.

Buenos libros


¿Qué tienen en común Los Miserables de Hugo, El Principito de Saint Exupéry, La Peste de Camus, el Elogio de la locura de Erasmo, la Antígona de Sófocles y La conjura de los necios de Kennedy-Toole?

Quizá eso: que son buenos libros. Que son importantes. Que hablan de cosas importantes. Que dejan un poso. Que son universales. Que vienen a la cabeza todos a la vez como parapetos intelectuales cuando se comparan con cierta basura literaria… Que hacen sentir bien sabiendo que existen. Que proporcionan impagables fragmentos de felicidad. (Yo también imagino a veces el paraíso como una biblioteca…) Que uno piensa, cuando empieza el primer párrafo, que es imperdonable no haberlo leido antes y, a la vez, que es una suerte tener aún ese placer por estrenar… Y en muchas ocasiones un buen libro se reconoce cuando se siente esa maravillosa envidia sana por no haber sido el autor.

Dicho esto, no pretendo aquí hacer un «top ten» de libros de la historia pero sí ampliar mi inventario con SUGERENCIAS Y OPINIONES de quienes conozcan un poco este blog… Estaré eternamente agradecida ante nuevos descubrimientos y reflexiones. 


                                        En todo hay cierta, inevitable muerte.

                                                                                 Cervantes.

Siento que paso a paso se adelanta

al doloroso paso de mi vida

el ansia de morir que siento asida

como un nudo de llanto en la garganta.

Fue soledad, fue daño y pena, tanta

pasión que en sangre, en sombra detenida,

me hizo sentir la muerte como herida

por el vivo dolor que la quebranta.

Siento que paso a paso, poco a poco

con un querer que quiero y que no quiero,

se adentra en mí su decisión más fuerte:

sintiendo en cuanto miro, en cuanto toco,

con tan clara razón su afán postrero,

que en todo es cierta, inevitable muerte. 

                                                 José Bergamín


Mujer de poca fe me considero en lo que a la resurrección de la carne se refiere y, sin embargo, mi admirado Antonio Priante consigue hacerme cambiar de opinión (al menos en esa resurrección del espíritu y de la vida en que se empeña y logra con los personajes que toca).

Primero puso en pie de manera emocionante en mi biblioteca al severo maestro Schopenhauer. Comprobando que «el pesimista de Frankfurt» había resucitado de la mano de Priante junto con el injusto Goethe (léase El silencio de Goethe o la última noche de Arthur Schopenhauer), me lancé a la Roma de Cicerón con La encina de Mario; al foro y a las intrigas políticas de la época, al viaje vital de un letrado de Roma en constante lucha entre la supervivencia, el interés por la política y su honradez y dignidad. Un filósofo con los pies en la tierra -de Roma-.

Así que empiezan a gustarme estas resurreciones, especialmente porque Priante escoge maravillosamente a sus «víctimas». Ha encontrado la forma -sean cartas o monólogos- de hacernos llegar en primera persona el aliento de grandes de la Historia, sin pretensiones de convertirse en un atlas, ni en el género que suele denominarse «novela histórica».

Y le agradezco que se fijara en Catulo y en su Lesbia, Lesbia mía, porque sus versos son de lo más vivo que recuerdo. Y le agradezco que pensara en la grandeza de Cicerón y con ambos se alejara tanto en los siglos, para luego acercárnoslos hoy. Y que luego viajara al XIX alemán para recordarme las críticas de Schopenhauer a Hegel y a toda la filosofía revestida con las corazas universitarias. Y para darle calor humano al genio alemán que quedó huraño y malencarado para la Historia.

No se encarga Priante de hacer retratos sociales (aunque los hay), ni radiografías históricas (que también haylas), ni siquiera biografías al uso. Sino, insisto, resurrecciones. Quizá construye de esos seres lo que nunca vimos de ellos. Lo que faltaba por tejer perdido entre sus obras y las vidas que nos dejan enciclopedias y biógrafos. Con ese material Priante hace alquimia, depura y perfila los recovecos de grandes nombres dando de lleno en la diana de la verosimilitud.

Ya antes de leer El corzo herido de muerte dedicado a Larra, me alegré de que esta vez hubiera tomado de la mano al «demasiado humano» Fígaro que reconoce ir haciendo el delicioso viaje de un corzo al que la insatisfacción tiene herido de muerte.  Priante sienta a Larra a escribir a Ventura de la Vega en una suerte de confesiones o de memorias, o de confidencias, y de esta manera recorremos por los Madriles sus primitivas ansias de reconocimiento literario y periodístico, las luchas a muerte entre el corazón y la razón, las soledades, las angustias, los espejismos de felicidad… Y también la política de una época en la que -como casi siempre- todo parece moverse en el aire, en una España a la que Fígaro desmenuzaba hiriente creando filias, fobias y misteriosos anónimos que se cuelan amenazantes hostigando ora a su pluma ora a su poco «correcta» vida personal. Pero nada sería de Fígaro sin la pasión y Priante lo envuelve de lucha contra los convencionalismos, de un amor tan desgarrado como imposible. Lo envuelve de deseos insatisfechos, de anhelos, de sueños y de decepciones. Y así se nos regala en papel el gran ser humano que Priante dice en alguna entrevista haber descubierto mientras buceaba buscando al verdadero Fígaro.


Un gran estudio psicológico, una asombrosa puesta en escena, un guión casi perfecto…y la música de Mozart hacen de Amadeus una producción redonda y magnífica. No hace falta ser un docto melómano para vibrar con las notas de los conciertos para piano o de La flauta mágica -excesivas para el emperador José II-, perfectamente entretejidas en la trama de la vida de un Mozart que en la cinta se me aparece quizás algo exagerado de superficialidad, aunque esa frivolidad remata perfectamente al personaje.

Tampoco es necesario ser un gran cineasta para vibrar con la exquisita sensibilidad con que se traza la trágica historia de amor-odio entre Salieri y Mozart. En resumen: ciento cincuenta y ocho minutos de derroche para los sentidos: para la vista, para el oído y…para ese sexto sentido que despierta cuando la emoción se agolpa en la garganta.

A pesar de ser una magnífica recreación histórica, la película gira en torno a la tardía confesión de Salieri, quien reconoce haber matado a Mozart. Cuestión que no tiene más valor que el de una superada anécdota histórica, si no fuera porque ha permitido hacer correr ríos de tinta acercaamadeus075.jpg de la muerte de Mozart que, hoy sabemos, fue debida a causas naturales.

Paradójicamente se podría llegar a decir que Amadeus tiene como protagonista a Salieri quien anciano y desmoronado en un manicomio, no sólo confiesa su inexistente crímen, sino que perfila con una exquisita sensibilidad las intensas y contradictorias pasiones que trajo consigo la cercanía del genio.

El Salieri de la cinta de Milos Forman es orgulloso, tiene una gran ambición musical y mantiene desde bien pequeño un personal «pulso» con Dios. Un dios al que no sólo le ruega y le confía, sino al que exige y recrimina. Porque sabe que le ha dado a Mozart el talento que le niega a él arrojándole al mundo de la mediocridad de la que al final de la cinta hace una magnífica oda mientras es conducido en sillas de ruedas por los pasillos repletos de locos encadenados del psiquiátrico. Salieri admira, ama y vibra con Mozart. Pero igualmente odia a Mozart.

Y lo más irritante no es el genio del músico austríaco, sino su nobleza. Salieri quiere tenerlo como enemigo, pero no lo logra, ni siquiera cuando quiere vengarse y matarlo: Mozart muere antes. Y, aunque disparatado en la película, juesrguista y algo patán, el genio rezuma en todo momento una frescura envidiable, una jovialidad contagiosa y un corazón de oro. Es imposible no rendirse a la música de Mozart ni tampoco a su escandalosamente intensa personalidad. Salieri lo sabe, lo adora, y eso le hace odiarlo aún más.

 ¿Qué decir de la música de Mozart? Lo suyo es escuharla y sentir la belleza. Pero no se puede obviar el magnífico trabajo de Forman a la hora de transmitir acertadísimamente el proceso de creación de una canción: Salieri le ayuda a terminar el Requiem una noche y así asistimos al nacimiento de la magia en la cabeza del genio y a su viaje directo a los pentagramas.

Suenan durante la cinta: El rapto del serrallo, Sinfonía nº 25, Misa Kyrie, Las bodas de FígaroDon Giovanni, La flauta mágica, Réquiem

Año: 1984

USA

Milos Forman dirige la película

F. Murray Abraham es Antonio Salieri

Tom Hulce es Mozart

Elizabeth Berridge es Constanze, la esposa de Mozart 

Jeffrey Jones es el emperador José II de Austria.

La autocensura


En algún lugar aconsejan que hay que bailar como si nadie estuviera mirando. Y ahora pienso que hay que escribir –con pluma- como si nadie jamás fuera a leer esas palabras. Incluso como si uno mismo nunca fuera a volver sobre esas líneas.

¡Qué sencillo parece! ¡Y qué difícil resulta!
Yo conozco a la autocensura. Es una dama de mirada adusta desde sus ojos amenazadores y críticos. Y procede así: Rebate mis ideas, juzga mi sintaxis y es mordaz e irónica al leerme. Se coloca de pie, a mi espalda. Su rostro es inhumano. A veces tiene mi cara: reconozco en ella mi boca y mis gestos.

Otros días puedo ver en ella el rostro de una muchedumbre espeluznante, rabiosa y armada de improperios afilados que despiadada lanza inevitablemente sobre mis mediocres o excelentes párrafos.

El secreto para que me abandone es ignorarla, olvidarla. Y cuando logro eso…sé que cabizbaja se vuelve sobre sí misma, sobre sus pasos y camina despacio hacia la puerta y huye. Y entonces la pluma corre, se desliza veloz como si patinara sobre mármol, en ocasiones vuela…y las palabras brillan.
Y yo me enorgullezco de haberle ganado la pelea. 

A ella.

A la autocensura.


Puede que esté un poco indignada conmigo misma porque a veces quiero aprisionar los momentos y guardarlos para siempre. A veces me vuelvo vulgar y me entra esa fiebre que debe ser la que mueve a los turistas a dedicar más tiempo a disparar sus cámaras fotográficas que a contemplar el mundo. (Parece que, si les dejaran, serían capaces de arrancar los monumentos o los paisajes, extirparlos, recortarlos y llevárselos a casa.) Pero a mí no me pasa con los lugares, ni con los objetos. Me pasa con las emociones.

Por suerte sé que lo grande de las emociones es su caducidad, lo irrepetible de los momentos que mueren cuando nacen en un vertiginoso y fascinante ciclo. La fugacidad es parte de la sensación estética. Si un grupo de decenas vencejos bailan delante de mí esta tarde me emociona saber que nunca lo van a hacer igual. Hoy lo hacían para mí. Y mañana, su vuelo idéntico será distinto; porque será mañana. Ellos serán los mismos, pero hoy eran otros mientras yo los miraba. Es la belleza de la vida fuerte, de lo que llega y marcha, de lo que sólo nos queda guardar en el recuerdo.

Alguien me dijo una vez que imaginara haber contemplado a Velázquez pintando Las lanzas, que imaginara haberle acompañado en ese genial proceso, o haber asistido al parto de un cuadro de Boticelli y que una vez terminado…se le hubiera prendido fuego…. Pues bien, muchas veces en el día asistimos a momentos magníficos. Y a lo largo de la vida se dan unos cuantos momentos de belleza irrepetible. De la que no hay que querer apoderarse. Una belleza que hay que dejar que marche para que lo sea, para que tenga la capacidad incendiaria del fuego, para que nos alumbre y después se desvanezca. Cervantes: «En todo hay cierta, inevitable muerte».


Dios mío, ¡qué vértigo!

¿Qué hubiera sido de nuestro occidente sin poder leer a Platón, a Aristóteles, a Cicerón?

Les pasa a ciertos grandes hombres de la historia que parecen estar ahí para nosotros porque no pudo haber sido de otra manera. Son tan imprescindibles y estamos tan impregnados de ellos que nos parece imposible que no formaran parte de nosotros y, sin embargo, hay que aceptar que están ahí por casualidad. Que son nuestros por casualidad, como nos llega el encuentro con el amor o con el desengaño. Como ocurren todas las cosas que pueden ocurrir así o de aquella otra manera. Esto suena a perogrullada de café cuando hablamos de nuestras vidas, pero resulta más costoso de pensar si hablamos, por ejemplo, de Aristóteles.

Y es que leemos ayer domingo (trece de mayo) en las páginas culturales de El País el interesante hallazgo de unos comentarios a las Categorías de Aristóteles en el Palimpsesto de Arquímedes. Y parece ser que viajaron lo suyo antes de someterse a las tecnologías digitales que pretenden radiografiarlo en este siglo XXI. Como vemos, parece que nuestras tradiciones dependen, en parte, del azar y han sido intervenidas en numerosas aventuras.

Dios mío, ¡qué vértigo!

Como si tuviéramos a Aristóteles de milagro…

Dios mío, ¡qué suerte!

Y no sólo estos comentarios son así de «contingentes», hace poco una magnífica profesora de Historia de la Filosofía comentaba el apasionante viaje y el sinfín de casualidades que vivieron los textos esotéricos de Aristóteles (sus lecciones) para llegar a nosotros y deleitarnos hoy. Lo primero que conocemos del periplo de estos escritos es que Teofrasto lega estos tratados de escuela a su sobrino Meleo quien, a su vez, las entrega a otros parientes que carecen de criterio filosófico o cultural y que se limitan a esconder estos escritos en un sótano. Parece ser que más adelante, un bibliófilo tiene noticias del paradero de esta obra y la rescata devolviendo los manuscritos a Atenas donde manda realizar copias. En el 86 Atenas es invadida por Sila quien se hace con libros y obras de arte de la ciudad para llevarlos a Roma. Allí Tiranion de Amisos, conociendo la existencia de los manuscritos, seduce al bibliotecario de Sila y hace copias, restituyendo gran parte del original para entregárselo al entonces escolarca del Liceo, Andrónico de Rodas, quien hace la primera recopilación. Para entonces han pasado tres siglos desde la muerte de Aristóteles. 

Sería digno de una película en la que un precioso tesoro pasa por decenas de azarosas manos. Por las manos de los ignorantes que las venden, de los desinteresados que las abandonan durante años en los sótanos, por las manos del tiempo y la humedad que las deterioran, por las manos de los devotos monjes que los borran para escribir alabanzas a Nuestra Señora. Pero por suerte los tenemos, están ahí, para recordarnos que hubo un gran hombre hace decenas de siglos, que hubo grandes ciudades, que existió Grecia, una civilización de la que, aunque a veces no lo parezca, seguimos siendo hijos. 


«Sí: tú me buscas.

A veces en la noche yo te siento a mi lado,

que me acechas,

que me quieres palpar,

y el alma se me agita con el terror y el sueño,

como una cabritilla, amarrada a una estaca,

que ha sentido la onda sigilosa del tigre

y el fallido zarpazo que no incendió la carne,

que se extinguió en el aire oscuro.

Sí: tú me buscas.

Tú me oteas, escucho tu jadear caliente,

tu revolver de bestia que se hiere en los troncos,

siento en la sombra

tu inmensa mole blanca, sin ojos, que voltea

igual que un iceberg que sin rumor se invierte en el agua

         salobre.

Sí: me buscas.

Torpemente, furiosamente lleno de amor me buscas.

No me digas que no. No, no me digas

que soy náufrago solo,

como esos que de súbito han visto las tinieblas

rasgadas por la brasa de luz de un gran navío,

y el corazón les puja de gozo y de esperanza.

Pero el resuello enorme

pasó, rozó lentísimo, y se alejó en la noche, indiferente y

          sordo.

Dime, di que me buscas.

Tengo miedo de ser náufrago solitario,

miedo de que me ignores

como al náufrago ignoran los vientos que le baten,

las nebulosas últimas, que, sin ver, le contemplan»


En forma de «oda elemental», esta poesía es una de las mejores críticas a la crítica. El primitivo  Neftalí Reyes resulta deliciosamente certero. En un tono calmado y firme, sin llegar a ser hiriente, además de la crítica nos regala este canto a la frescura, a la vida:fotoneruda.jpg

«Yo escribí cinco versos
uno verde,
otro era un pan redondo,
el tercero, una casa levantándose,
el cuarto era un anillo,
el quinto verso
era corto como un relampago
y al escribirlo
me dejó en la razón su quemadura,
y bien los hombres,
las mujeres,
vinieron y tomaron la sencilla materia,
brizna, viento, fulgor, barro, madera,
y con tan poca cosa, construyeron paredes,
pisos, sueños.

En una línea de mi poesia
secaron ropa al viento,
comieron mis palabras,
las guardaron junto a la cabecera,
vivieron con un verso,
con la luz que salió de mi costado,
entonces llego un crítico, mudo
y otro lleno de lenguas,
y otros,
otros llegaron ciegos
o llenos de ojos,
elegantes algunos,
como claveles con zapatos rojos,
otros estrictamente vestidos de cadáveres,
algunos partidarios del rey
y su elevada monarquía,
otros se habían enredado en
la frente de Marx
y pataleaban en su barba,
otros eran ingleses,
sencillamente ingleses,
y entre todos,
se lanzaron con dientes y cuchillos,
con diccionarios y otras armas negras,
con citas respetables,
se lanzaron,
a disputar mi pobre poesía,
a las sencillas gentes que la amaban.

Y la hicieron embudos, la enrollaron,
la sujetaron con cien alfileres,
la cubrieron con polvo de esqueleto,
la llenaron de tinta,
la escupieron,
con suave beningnidad de gatos,
la destinaron a envolver relojes,
la protegieron,
y la condenaron,
le arrimaron petróleo,
le dedicaron húmedos tratados,
la cocieron con leche,
le agregaron pequeñas piedrecitas,
fueron borrándole vocales,
fueron matándole sílabas y suspiros,
la arrugaron e hicieron un pequeño paquete,
que destinaron cuidadosamente a sus desvanes,
a sus cementerios,
luego se retiraron,
uno a uno,
enfurecidos hasta la locura
porque no fui bastante popular
para ellos,
o impregnados de dulce menosprecio,
por mi ordinaria falta de tinieblas.

Se retiraron, todos,
y entonces, otra vez,
junto a mi poesía,
volvieron a vivir mujeres y hombres,
de nuevo hicieron fuego,
construyeron casas,
comieron pan,
se repartieron la luz,
y en el amor,
unieron relámpago y anillo.

Y ahora perdonadme señores
que interrumpa
este cuento que les estoy contando,
y me vaya a vivir para siempre con la gente sencilla.»


Vendrá la muerte y tendrá tus ojos
esta muerte que nos acompaña
desde el alba a la noche, insomne,
sorda, como un viejo remordimiento
o un absurdo defecto. Tus ojos
serán una palabra inútil,
un grito callado, un silencio.
Así los ves cada mañana
cuando sola te inclinas
ante el espejo. OH, cara esperanza,
aquel día sabremos, también,
que eres la vida y eres la nada.

Para todos tiene la muerte una mirada.
Vendrá la muerte y tendrá tus ojos.
Será como dejar un vicio,
como ver en el espejo
asomar un rostro muerto,
como escuchar un labio ya cerrado.
Mudos, descenderemos al abismo.


«En mis tierras me estoy, y desde mis últimas desventuras no he permanecido, juntándolos todos, ni veinte días en Florencia…Me levanto con el sol y me voy al bosque mío que están talando, donde paso dos horas, inspeccionando los trabajos del día anterior y conversando con los leñadores, que siempre tienen algún pleito entre ellos o con sus vecinos…

Y dejando el bosque, me dirijo a una fuente, y de allí al sitio donde dispongo mis trampas para cazar pájaros, con un libro bajo el brazo: Dante, Petrarca, o uno de los poetas menores, como Tibulo u Ovidio. Leo de sus amores y pasiones que, al recordarme las mías, me entretienen sabrosamente en este pensamiento. Tomo luego el camino de la hostería, donde hablo con los pasajeros y les pido noticias de sus lugares, con lo que oigo diversas cosas y noto los varios gustos y humores de los hombres.

Llega en esto la hora del yantar, en el que consumo con mi familia los alimentos que puede dar esta pobre tierra y mi menguado patrimonio. Después de haber comido, vuelvo a la hostería, donde con el posadero están, por lo común, un carnicero, un molinero y dos panaderos. Con ellos me encanallo jugando a los naipes o a las damas, de lo que nacen mil disputas e infinitas ofensas y palabras injuriosas, y lo más a menudo se combate por un centavo, y hay veces que desde San Casciano se nos oye gritar. Y en esta piojería he de zambullirme para que no acabe de enmohecérseme el cerebro, y para desahogar esta malignidad de mi suerte…

Al caer la noche, vuelvo a casa y entro en mi estudio, en cuyo umbral me despojo de aquel traje de la jornada, lleno de lodo y lamparones , para vestirme ropas de corte real y pontificia; y así ataviado honorablemente, entro en las cortes antiguas de los hombres de la antigüedad. Recibido de ellos amorosamente, me nutro de aquel alimento que es privativamente mío, y para el cual nací. En esta compañía, no me avergüenzo de hablar con ellos, interrogándolos sobre los móviles de sus acciones, y ellos, con toda humanidad, me responden. Y por cuatro horas no siento el menor hastío; olvido todos mis cuidados, no temo la pobreza ni me espanta la muerte: a tal punto me siento transportado a ellos todo yo – tutto mi trasferisco in loro -. Y guiándome por lo que dice Dante, sobre que no puede haber ciencia si no retenemos lo que aprendemos, he puesto por escrito lo que su conversación he apreciado como lo más esencial, y compuesto un opúsculo De Principatibus, en el que profundizo hasta donde puedo los problemas de este tema: qué es la soberania, cuántas especies hay, y cómo se adquiere, se conserva y se pierde».


nietzsche7-teatro.jpgAcudir al teatro a ver vivir y morir a Nietzsche en un par de horas es, ya en principio, apasionante. Si además uno se encuentra con un magnífico y entrañable Friedrich Nietzsche (Alfonso Torregrosa)  resulta ya un lujo.

La obra discurre suavemente, con buen ritmo, aunque con la única pega que cabía esperar: en algunos casos resulta algo forzado el hilo de sentencias del filósofo que necesariamente han de estar ahí, pero que quizá podían haberse sucedido con un poco más de fluidez.

Pero a pesar de eso, allí está el genio enloquecido y tierno, deseando papel y tinta (aunque sea de calamar) para escribir o si no, poder tocar el piano en un burdel para hacer llorar a las prostitutas. Lloriqueando, explotando de ideas y de desgarro, convencido, aterrado, indómito, vulnerable.

«Yo soy otro que me mira», grita lúcido.

Quizá algún experto en la biografía del filósofo pueda sufrir ataques de rigor histórico o conceptual y por ello padezca durante la representación. Muy probable. Pero desde luego, no estamos ante una lección magistral sobre Nietzsche, sino en una resurrección en la que se pueden sentir los jadeos del Nietzsche que quiere ser un payaso. Que grita sobre Dios: «Yo sólo quería jugar. Y si jugar es un delito, ¿por qué lleva él jugando con nosotros desde que existe la humanidad?». Y entre migrañas y crisis epilépticas sigue jugando. Está encerrado, quizá ¿loco? pero sigue libre porque «la libertad da miedo, pero no se olvida».

«La sangre acude en torrente donde la razón acude en parihuelas» es otra de las sentencias que lanza, certero, Nietzsche para tratar de rescatar la fuerza verdadera de los hombres, de la humanidad a la que aún pretende salvar, de los que se dejan engañar-porque tienen «sangre de rana»-, de los cautivos de las promesas del otro mundo y del peso de la culpa.

Y aunque incomprendido y manipulado por su entorno, queda una Lou-Andreas Salomé que recuerda cómo su querido amigo le «quitó los calcetines de su espíritu para que pudiera andar descalza».

Mientras, su vieja y tierna criada lo cuida como a un bebé, lo acaricia, lo mima Y él se deja. Elisenda Ribas es una perfecta Alvina cargada de aguda inocencia, pletórica de bondad, paciencia y amor hacia el profesor, hacia el Nietzsche que toma cucharadas de sopa por Heráclito (no las puede tragar por Platón).

Esa espléndida Alvina cuaja uno de los mejores momentos de la obra: un monólogo que dirige a Dios en un maravilloso intento de conversación con él. Tímida y osada, sincera y sencilla, ofuscada y llena de amor pide al Todopoderoso que lance uno de sus rayos contra quienes quieren arrancarle de sus brazos al querido profesor. Resulta ser un delicioso retrato de la humanidad que no encuentra a dios aquí, en la tierra -que es donde nos hace falta-. Pero dios no está.  ¿Será porque lo ha matado Nietzsche?

La compañía Traspasos nos entrega en el Teatro Español de Madrid este Demasiado humano. Los últimos días de Nietzsche de Jaime Romo -premio de teatro Lope de Vega 2005-, dirigida por Mikel Gómez de Segura.

Si es cierto -y lo creo- que se deben juzgar las obras en tanto que cumplen sus pretensiones, Demasiado humano es un digno levantamiento, una intensa puesta en pie de uno de los más polémicos filósofos de la historia.

…………………….

Rafael Martín es el doctor Moebius, el psiquiatra de Nietzsche

Goizalde Núñez es Elisabeth, la hermana de Nietzsche

Eduardo Mac Gregor es Overbeck, su amigo y teólogo

Susana Hernáiz es Lou-Andreas Salomé, una antigua amiga de la que Nietzsche estuvo enamorado

Txema Blasco es Hartman, el juez que habrá de decidir sobre la capacidad de Nietzsche y, en consecuiencia, sobre su libertad

Jenny Holzer


holzer_proyeccion-de-xenon-en-el-arno-florencia.jpgUna artista estadounidense -nacida en Ohio en 1950- sorprende en el atrio del Guggenheim de Bilbao con una instalación de nueve enormes columnas de LEDS (Light-Emmiting-Diodes), que en su disposición vertical van dejando caer en forma de letreros luminosos una fantástica secuencia de cortas frases, slogans o truisms: Te miro. Nadie me lo dijo. Estoy triste. Huelo tu ropa. Yo no tuve la culpa. Te espero. Lloro.

 

I smell you on my skin-Proyección de xenon sobre la fachada del Palazzo Bargagli en el río Arno para la Bienal de Florencia (1996)

No puedo recordarlas al pie de la letra. Recuerdo que podía caminar entre las columnas -por delante las palabras caían en castellano, por detrás en euskera- con una sensación de asombro y emoción.

Holzer es una artista que no crea con papel y tinta, ni con mármol, ni con óleo, sino que busca palabras y conceptos para ubicarlos de forma grandiosa en lugares públicos, edificios, taxis o museos. Su trabajo quiere añadir valor a los espacios públicos -también a camisetas-. Holzer quiere regalar al paseante acostumbrado a los grandes anuncios publicitarios, grandes mensajes universales, reflexiones, estados de ánimo. Sorprende porque no quiere vender un perfume o un candidato político: quiere atraer con ideas, con palabras.

Con grandes proyeccionholzer_protect.jpges de aforismos o poemas sobre grandes edificios reivindica la música, la sensibilidad, la reflexión íntima.

No utiliza los canales convencionales, pero consigue con creces atraer la atención creando algo excepcional. Y consigue conmover. Eso ya es arte.

En 1990 representó a Estados Unidos en la Bienal de Venecia y obtuvo el León de Oro.


» A ser uno con todo lo viviente, volver en un feliz olvido de sí mismo, al todo de la naturaleza. A menudo alcanzo esa cumbre…pero un momento de reflexión basta para despeñarme de ella. Medito, y me encuentro como estaba antes, solo, con todos los dolores propios de la condición mortal, y el asilo de mi corazón, el mundo enteramente uno, desaparece; la naturaleza se cruza de brazos, y yo me encuentro ante ella como ante un extraño, y no la comprendo. Ojala no hubiera ido nunca a vuestras escuelas, pues en ellas es donde me volví tan razonable, donde aprendí a diferenciarme de manera fundamental de lo que me rodea; ahora estoy aislado entre la hermosura del mundo, he sido así expulsado del jardín de la naturaleza, donde crecía y florecía, y me agosto al sol del mediodía. Oh, sí! El hombre es un dios cuando sueña y un mendigo cuando reflexiona.»

Hiperión o el eremita en Grecia


Y mientras ansía apaciguar la sed, otra sed ha brotado; mientras bebe, cautivado por la belleza que está viendo, ama una esperanza sin cuerpo; cree que es cuerpo lo que es agua.

(Met. III, 415-417)


Esta cinta de José Luis Cuerda se puede resumir en una gran carcajada del principio al final. Es una historia o una antihistoria sin principio ni final -aunque al fin amanezca (que no es poco)-.

Es absurda, surrealista, espontánea. Un completo sinsentido que esconde miles de guiños sólo aptos para españoles (o para quienes conozcan bien ciertas peculiaridades de la raza…) Un pueblo de personajes caóticos pero perfectamente verosímiles dentro del caos.

Es probable quedarse tarareando la canción del maestro rural «causa admiración como trabaja el corazón» levantando los brazos en una suerte de espiritual negro a la española.

En fin, una gozada absurda, eso es.

Catulo (I)


«Odi et amo. quare id faciam, fortasse requiris?

nescio, sed fieri sentio et excrucior».

«Odio y amo.

Tal vez preguntes por qué lo hago.

No lo sé, pero siento que es así y sufro.»

( carmen LXXXV)

Cayo Valerio Catulo enamorado de Lesbia, poeta latino, hacedor de versos de alto contenido erótico y a la vez delicado estudioso de estados de ánimo. Entregado a los placeres y al sufrimiento que le provoca su amada confiesa su incapacidad, su impotencia: quiere, pero no puede dejar de amarla, quizá consigue odiarla pero jamás alcanzará la indiferencia.

Eterna sensación…


Escuchar Renacimiento es pensar en la vuelta al mundo clásico, a una amalgama de lo griego y lo latino. Es pensar en una vuelta al arte, a la cultura, a las lenguas y a los pensadores y dioses clásicos. Parece como si de pronto todo el siglo XV italiano hubiera girado sus ojos al pasado en un común acuerdo que modificara sus conductas, su arte, sus pensamientos y sus vidas. Fundamentalmente, además de una recuperación de las formas de escultura y arquitectura clásicas, parece producirse una vuelta al antropocentrismo que la religión había relegado durante la Edad Media.

Parece que el mundo quisiera volverse pagano, comulgara con los viejos dioses del Panteón y dejara de lado los tenebrosos siglos de férreo y dogmático cristianismo.

Pero ¿fue el Renacimiento un cambio tal? Indiscutiblemente lo fue en las artes, en la escultura, en la pintura, en la arquitectura y, en algunos casos -Boccaccio, Dante- , en la literatura pero, el lenguaje común, la seña de identidad que aglutinaba al pueblo ¿no seguía siendo la -quizá atenuada- religiosidad medieval? ¿No fue sólo en las élites -incluso en las eclesiásticas- donde se instaló el giro antropocéntrico? Desde luego Savonarola denunció que en Vaticano estaba sentado un papa pagano pero, ¿fue realmente tal el abandono del teocentrismo que llevaba siglos siendo la argamasa de la estructura europea?

El buen cine


Todas las buenas películas acaban de la misma forma: contigo fuera del cine pero sin encontrar la puerta por la que se entra a la calle.


Cuando los historiadores de la filosofía se atreven con la tarea de tratar de resumir la historia del pensamiento en uno o varios tomos, no sólo se limitan a recopilar los escritos y teorías de los distintos pensadores y corrientes filosóficas, sino que impregnan sus resúmenes de una especie de juicio retrospectivo con toda la carga de subjetividad que ello conlleva. Y resulta que consiguen delimitar etapas, épocas que mezclan los hechos históricos, los avatares de los pueblos, la política y sus pensamientos. Y así se atreven a escribir frases como «el hombre del siglo tal modifica su visión del mundo hacia un nuevo horizonte dejando atrás estos o aquellos planteamientos». Puede que sea necesario, pero no puedo evitar pensar que estas afirmaciones tienen un tanto de osadas. Así parece que la historia pudiera pintarse en gruesas pinceladas en las que todo encaja. De tal forma que hay autores, historiadores que encajan la historia para que quepa en sus libros como lo puede hacer un novelista de ficción que moldea los personajes y los escenarios para que la historia resulte simplemente redonda, atractiva y verosímil.

Pienso en esto a raiz de un comentario de Julián Marías en su Historia de la Filosofía: considera que en la historia del pensamiento se detectan movimientos pendulares entre momentos de mayor tensión metafísica o interés por la verdad y otros en los que la búsqueda se orienta en otras direcciones más pragmáticas. Marías explica esto porque «la humanidad no parece poder sostener largo tiempo esa tensión metafísica».

Dejando a un lado las consideraciones sobre si estos periodos son tan nítidamente detectables (cosa que habría que dudar) parece interesante analizar esa idea del decaimiento de la tensión metafísica. Sucede como si de pronto el hombre tuviera cierta fuerza y capacidad de asombro y de relación con el misterio y tuviera el valor de enfrentarse al cansancio que produce interesarse por él. Y más tarde, cuando se cansa de sus escasos logros y sufre las consecuencias de tales ensayos, decide volverse a sí mismo en una suerte de «bajada a la realidad». Podría pensarse que la humanidad no puede pasarse demasiado tiempo nadando en las difíciles aguas de la ontología y se cansa. Pero este proceso quizá no sólo suceda a las sociedades sino también a las generaciones. Quizá ni siquiera cada hombre es capaz de sostener por largo tiempo este tipo de meditaciones que parecen cansarle, agotarle y sacarle de su inmediato lugar en la naturaleza.

Marías se refiere al cambio que se produce en la época helenística, tras toda una serie de magníficos intentos de «altos vuelos» llevados a su máximo exponente con Platón y Aristóteles. Los griegos del mundo antiguo entran en una crisis que les lleva en los inicios del siglo III antes de Cristo a una especie de «bajada de nivel» en las especulaciones filosóficas. El pensamiento no cesa, pero parece cambiar de rumbo ante distintas necesidades, distintas espectativas y,  sobre todo, ante la necesidad de cesar en el cansado intento de navegar en la «vía de la verdad».


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¿Cómo habría sido la autobiografía que Shopenhauer se negó a escribir?

Estudiante de Derecho y Filología Clásica, el señor Antonio Priante se pone y nos pone en la piel del Arthur Schopenhauer que repasa su vida a los 72 años, en su última noche.

Y lo que resulta no es una biografía del filósofo alemán. Esta obrita no es una excusa para ensamblar los datos de su vida ni para resumir su doctrina filosófica -aunque en las páginas finales realiza un delicioso resumen-; es el retrato de un hombre, de un genio del pensamiento que ha pasado a la historia resumido en gruesas y tópicas pinceladas como el paradigma de la amargura, la misoginia y la aspereza.

 Me pregunto si este largo relato podría ser un buen monólogo de teatro. No sé por qué de pronto me parece posible.

Cabe pensar que Schopenhauer se llevara las manos a la cabeza si leyera lo que Priante pone en su boca o en sus pensamientos, pero si el filósofo se hubiera autobiografiado, sus palabras y su estilo no distarían tanto de las de Priante. Su estilo es ligero y preciso y parece haber sabido captar o intuir los distintos estados de ánimo que el filósofo fue acarreando a lo largo de su vida. Creo justo aceptar que lo hace con acierto.

Quizá parezca una osadía el trabajo de Priante, pero cuando uno lo lee descubre su honradez y su sincera falta de pretensiones. Por ello el librito resulta  redondo por ser verosímil.

Priante ha escrito también Lesbia mía sobre Catulo y La encina de Mario sobre Cicerón. Trato de encontrar el primero…

Añado, tras ponerme casualmente en contacto con el autor (benditas sean las coincidencias), que en breve disfrutaremos de otro nuevo intento de robarle la piel y las palabras a un genio de las letras españolas: don Mariano José de Larra. Ojalá Priante nos resucite a Fígaro con el mismo acierto que al amo de Butz. Aunque sólo la idea ya me resulta emocionante.

Kiefer (Anselm)


Escaleras de hormigón, plomo, guerra, estrellas, historia, constelaciones, mitos, texturas, amplitud, horizonte, desasosiego y esperanza son algunos de los elementos que uno percibe en la obra de Kiefer.

Este pintor alemán nacido en Donaueschingen en 1945 y catalogado de neoexpresionista muestra en toda su obra un marcado caracter existencial.

Una buena parte de sus obras son un homenaje al pensador, poeta y fundador del futurismo ruso Velimir Chlebnikov nacido en 1885. Las piezas de Kiefer llenas de barcos de pkiefervelimir-los-destinos-del-pueblo-fragmento.jpglomo y de apuntes sobre batallas navales son el más claro ejemplo de su homenaje a un Chlebnikov obsesionado con la repetición cabalística de las fechas de las grandes batallas en el mar.

Kiefer utiliza el plomo para hacer barcos y aviones. Irónico y pesado material que no permitiría ni el vuelo ni la navegación.

Reflexiones sobre la guerra y sobre el valor de la vida humana impregnan toda su obra.

 

Materiales contundentes, ásperos, pesados, inservibles. Lienzos inmensos y poblados de materia que a veces parece viva.

Y un autor que reflexiona sobre el fenómeno religioso, sobre el progreso y sobre la historia a través de unas impactantes obras en las que las técnicas inusuales incluyen dejar que sus cuadros se oxiden a la intemperie durante años para conseguir un verdadero óxido que da al fondo de algún cuadro el dramatismo bélico de la sangre.

 

Hasta el 3 de septiembre en el Museo Guggenheim de Bilbao…


serra1.jpgQué maravilla observar la serie de esculturas de Richard Serra titulada La materia del tiempo. Alojadas en una espectacular sala del Guggenheim de Bilbao, donde esas inmensas creaciones viven bajo las miradas y los paseos de los visitantes.

Nadie puede quedar indiferente cuando se encuentra entre el mareo y el vértigo paseando entre las paredes de la elipse o de la serpiente. El movimiento del espacio moldeado provoca cierta claustrofobia. Las formas imposibles desconciertan y atraen magnéticamente.

Una vez recorridos sus pasillos, desde los pisos superiores, cuando uno casi ha olvidado la obra, de pronto vuelve a encontrarse con ella desde una nueva perspectiva: desde arriba se puede contemplar la serie completa y componer en una sóla imagen lo que antes parecía un bosque de gigantes sucesivos.


“Retirado en la paz de estos desiertos,
con pocos pero doctos libros juntos
vivo en conversación con los difuntos
y escucho con mis ojos a los muertos.

Si no siempre entendidos, siempre abiertos,
o enmiendan o fecundan mis asuntos
y en músicos callados contrapuntos
al sueño de la vida hablan despiertos…”

Francisco de Quevedo y Villegas.


Patrick Süskind se lamenta en la página ciento veinte del libro en que leo, de que nuestra lengua no sirve para describir el mundo de los olores.

Quizá es que los hombres no sirven para ese mundo de los olores y por eso no han inventado palabras. El olor tiene poco recuerdo. Poco espacio de la mente lo ocupan los olores. Sólo los que evocan algo intensa y básicamente. Vivimos como si no existieran.

El olfato es un sentido cojo, manco, mutilado. De eso se da uno cuenta si lo piensa. O mientras lee El perfume y siente envidia de Grenouille. Aunque sea un asesino…

Yo recuerdo el olor de las panaderías, del tabaco con enebro, de los cirios, pero lástima: no puedo describirlos. Usaría palabras como calor, ternura o hambre. Y no son palabras de olores sino de temperatura, de amor o de estómago.

Los olores son más sutiles que las imágenes, que los sonidos, que los sabores, que los contactos. Y por eso hay que usar comparaciones pequeñas para cogerlos vagamente (o intentarlo).


Una peruana me presenta a un poeta argetino en Zürich. Me lo presenta en su pequeña librería latinoamericana frecuentada por estudiantes. El poeta se llama Roberto Juarroz. Ella María. Me mira con desconfianza cuando le digo que me gusta Benedetti y me hace un gesto cómplice como quien dice: hay algo que te puede gustar de la misma forma, o quizá más. Y entonces me presenta a Juarroz que al principio me parece algo descarnado y áspero. Luego entiendo que es quizá con esa aparente falta de fluidez como encuentra las palabras y las frases. En esa búsqueda que se respira, en ese cansancio por descubrir el lenguaje está parte de su poesía.

Juarroz llama a toda su obra Poesía vertical.

Un poema:

25
Hemos amado juntos tantas cosas
que es difícil amarlas separados.
Parece que se hubieran alejado de pronto
o que el amor fuera una hormiga
escalando los declives del cielo.

Hemos vivido juntos tanto abismo
que sin ti todo parece superficie,
órbita de simulacros que resbalan,
tensión sin extensiones,
vigilancia de cuerpos sin presencia.

Hemos andado tanto sin movernos
que los viajes ahora se descuelgan
como abrigos inútiles.
Movimiento y quietud se han desunido
como grados de dos temperaturas.

Hemos perdido juntos tanta nada
que el hábito persiste y se da vuelta
y ahora todo es ganancia de la nada.
El tiempo se convierte en antitiempo
porque ya no lo piensas.

Hemos callado y hablado tanto juntos
que hasta callar y hablar son dos traiciones,
dos sustancias sin justificación,
dos substitutos.

Lo hemos buscado todo,
lo hemos hallado todo,
lo hemos dejado todo.

Únicamente no nos dieron
para encontrar el ojo de tu muerte,
aunque fuera también para dejarlo.

(a Antonio Porchia.)

ROBERTO JUARROZ


Desmayarse, atreverse, estar furioso,

áspero, tierno, liberal, esquivo,

alentado, mortal, difunto, vivo,

leal, traidor, cobarde y animoso;

no hallar fuera del bien centro y reposo,

mostrarse alegre, triste, humilde, altivo,

enojado, valiente, fugitivo,

satisfecho, ofendido, receloso;

huir el rostro al claro desengaño,

beber veneno por licor süave,

olvidar el provecho, amar el daño;

creer que el cielo en un infierno cabe;

dar la vida y el alma a un desengaño;

esto es amor, quien lo probó lo sabe.

                             Lope Félix de Vega Carpio

Lohengrin


Ópera de Wagner de la que todos conocemos la marcha nupcial, sin embargo esconde una preciosa leyenda en su libreto y toda una teoría del amor y de la vida. La razón y los sentimientos, la incondicionalidad del amor y la traición se ponen en juego en unos personajes apasionados y en unas circunstancias dramáticas. El amor de Elsa y Lohengrin era perfectamente posible y, sin embargo, fue muerto por la curiosidad o, más bien por un mal uso de la razón.

The remaining day


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Delicada, sutil, cuidada, detallista, suave, inteligente, evocadora, tranquila, emocionante, contenida, sugerente.

Y muy cierta.

¡Qué Hopkins! Uno de sus grandes papeles es sin duda este mayordomo de Darlington Hall, aséptico, contenido, misterioso, gélido y desconcertante. ¡Y qué Emma Thompson desconcertada por él! La irritante frialdad del señor Stevens la exaspera. La indiferencia de él raya en la crueldad.

Los deseos contenidos, el amor constreñido, el «pudo ser y no fue» está magníficamente tejido mediante sutiles conversaciones en el lujoso ambiente inglés de un palacio en el periodo entreguerras donde se entremezclan historia, política y férreos pero imperceptibles lazos personales entre los personajes.


Estas cabezas de bronce supusieron uno de los primeros éxitos de un Rodin que rompía con los esquemas de lo tradicionalmente bello dedicando su mirada al Hombre de la nariz rota:  «para el artista todo lo que está en la naturaleza es bello».

Rodin dibuja estatuas de movimientos imposibles, de posturas retorcidas y nada convencionales que nos hacen imaginarnos al plantel de bailarinas a las que admiraba en su estudio y a las que obligaba a contorsionarse para recibir la inspiración que se hacía realidad en maravillas como Fugit amor o Danaid.

Extrañas y novedosas posturas que son grandes lecciones de la anatomía que Rodin había aprendido de M. A. Buonarotti en sus continuos viajes a Italia donde se empapó del arte renacentista.

Saint Jean-Baptiste

Kunsthaus


Visitar el Kunsthaus (Museo de Bellas Artes) de Zürich es un privilegio, pero si además uno coincide con una exposición de Rodin, parece que todos los dioses se hubieran aliado para nuestro disfrute.

Este museo, uno de los más importantes de Suiza, abrió sus puertas en 1910 y es a la vez museo y sala de exposiciones. Además de una gran colección de pintura de autores suizos del XIX y del XX, cuenta con una buena colección de pintura medieval, así como de pintura holandesa del XVII con obras de Remnbrandt y Rubens.

Obras de Tieppolo y Guardi dan fe del settencento veneciano.

Dentro de la colección de pintura suiza que tiene, lógicamente, amplio espacio en el museo destacan las obras del pintor y escultor Alberto Giacometti (1901-1966) y de su padre, Giovanni Giacometti.

Desde luego, la pinturas impresionistas que alberga el Kunsthaus son magníficas: deliciosos cuadros de Monet son sólo un ejemplo.

Van Gogh, Manet, Cézanne…

Chagall, Paul Klee, Munch, Degas, Gaugin, Kandinsky, Matisse, Magritte, Picasso, Dalí, Miró…

Y de pronto una serie de cuatro lienzos de Cy Twombly, titulada Goethe in Italy aparece para dejarnos sin aliento.

Éste es el último de la serie:

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Eso es lo primero que se ve desde el avión cuando empieza a descender y se sabe que se está sobrevolando Zürich de noche.  Una gran sombra sin luces: es el Zürichsee, el lago desde donde el río Limmat discurre hacia el norte dividiendo la ciudad en dos atravesado por delicados puentes de escasa altura.

Se respira bien en esta ciudad, es muy «caminable» y se viaja en tranvía.

Es divertido ser turista prolongado. Porque cuando se tiene poco tiempo se miran las ciudades con prisa. Sin embargo cuando uno ha deshecho la maleta por unos cuantos días se puede permitir el lujo de sentarse a leer en un café, de no tener ganas de salir o de pasear sin rumbo por las calles sin miedo a perder el tiempo entrando en viejas librerías.

El misterio


Me pregunto cómo se va a llamar en el futuro la época que estamos viviendo. No se trata de la mera curiosidad por el nombre por el que haya de conocerse, sino de la certeza de que existe un punto de inflexión tan importante respecto a un pasado bastante inmediato, que tal cambio habrá de ser reconocido como un salto cualitativo, y el lenguaje deberá hacerse cargo de tal cambio si quiere cumplir con su tarea designadora.

 Y como el asunto no es la palabra que se encontrará a su debido tiempo, cabe desear que quien la escoja y quienes la acepten, se hagan cargo de las nuevas realidades que estos tiempos distintos entrañan.

Suceden muchas cosas, sucede internet, sucede la globalización, suceden los teléfonos móviles, suceden nuevos experimentos científicos… Pero sobre todo, sucede que ya no existe el misterio. Ha desaparecido, lo hemos eliminado o se ha evaporado necesariamente. El misterio que llevaba acompañando al hombre desde sus orígenes. El misterio de lo desconocido, el misterio de los lugares inexplorados, el misterio de las realidades incomprensibles, el misterio de los pueblos sin conquistar…

Y resulta que el hombre, en los últimos quinientos años ha visto cómo sus mapas se completaban, ha circundado el planeta, ha volado a velocidades de vértigo, ha puesto límites al mundo infinito, ha eliminado barreras, ha puesto en contacto todas las culturas y en solfa, por tanto, sus dogmas, se ha vuelto escéptico ante la verdad, ha ignorado a los dioses, se relaciona con la naturaleza de un modo práctico e irreverente.

Ya no hay misterios en la tierra, y pocos son los que aún aceptan los misterios en el cielo.

¿Cómo no habrían de cambiar de nombre estos años?

¿Y cómo todo esto no iba a hacernos cambiar nuestra relación con nuestra propia vida, nuestros sistemas de comprensión, nuestras aspiraciones y nuestros valores?

Es tal el cambio que pensarlo produce un profundo vértigo.

Pero aquí estamos, aquí y no en la Edad Media, aquí y no en el siglo XVI. Y con ello hay que ser consecuentes. ¿De qué sirve seguir actuando con categorías que ya no sirven, que ya no son operativas, que ya no encajan con este mundo?

Podría contestarse que es el mundo el que aún puede ser cambiado. Sí, pero sólo en parte. Ciertas transformaciones son ya irreversibles.

No te salves


No te quedes inmóvil
al borde del camino
no congeles el júbilo
no quieras con desgana
no te salves ahora
ni nunca
               no te salves
no te llenes de calma
no reserves del mundo
sólo un rincón tranquilo
no dejes caer los párpados
pesados como juicios
no te quedes sin labios
no te duermas sin sueño
no te pienses sin sangre
no te juzgues sin tiempo

pero si
            pese a todo no puedes evitarlo
y congelas el júbilo
y quieres con desgana
y te salvas ahora
y te llenas de calma
y reservas del mundo
sólo un rincón tranquilo
y dejas caer los párpados
pesados como juicios
y te secas sin labios
y te duermes sin sueño
y te piensas sin sangre
y te juzgas sin tiempo
y te quedas inmóvil
al borde del camino
y te salvas
                 entonces
no te quedes conmigo.

Mario Benedetti

Este poema es uno de los grandes cantos a la vida de Benedetti. Y tiene que ver con uno de los grandes asuntos del hombre: la libertad. La libertad para vivir peligrosamente o suavemente, para arriegar o ser cobarde, para tentar a la suerte o esconderse, para dar rienda suelta a la vida o vivir higiénicaente protegidos.

Y es que hay veces que la cobardía, el miedo o la pereza nos sugieren vivir una especie de profilaxis contra la vida, contra el sufrimiento, contra la incertidumbre, contra el dolor. Y quizá llegamos a conseguir no llorar, pero quizá nos quedemos tambien…sin vivir.

Muerte en Venecia


Porque parece un constante cuadro de Sorolla. Porque no sólo consigue que uno se meta en la película: Se acaba respirando el aire de Venecia. Es suave. Es el Lido, es el mar. Es también Platón, es la vida y la muerte. Es el silencio más elocuente del cine. Es una maravilla. Es cine. Porque no pasa nada y pasan tantas cosas…

Por eso es una grandísima obra de arte.

La música de Mahler acompaña los sentimientos llevándolos en volandas por Venecia, por esas calles lúgubres, mágicas y misteriosas, por esa atmósfera húmeda y enferma, pero a la vez evocadora y exuberante.

Aschenbach está loco por la idea de la belleza, por el arte, por la creación, por las ideas… y esa locura se nos transmite magistralmente con la infinita sutileza de la cámara de Visconti, con el delicioso adaggieto de Mahler, con la arrebatadora hermosura suave de Tadzio, con los laberintos mágicos de las calles y canales de Venecia, con el espontáneo lujo y elegancia de las estancias, de los huéspedes del hotel, de los ricos veraneantes que viven dedicados a entretenerse en su dolce fare niente.

Mientras, por debajo la peste se cuela suave, inadvertida, como la tristeza. Como se cuela la angustia. Como se cuela el tiempo del reloj de arena que describe Aschenbach, a través del minúsculo conducto que une los recipientes superior e inferior del reloj, que es tan pequeño que hace que la caída de la arena parezca imperceptible. Sin embargo cae, inexorable, rotunda. Así pasa el tiempo en la película, se puede masticar, se puede sentir la angustia de su paso lento para el protagonista, la levedad de los minutos para los niños, la permanencia de las horas para los veraneantes que ignoran su paso como ignoran la peste.

Pero, ¿qué le ocurre a Aschenbach? ¿Por qué huye a Venecia? ¿Y qué encuentra allí?

Su obsesión por la perfección raya en la parálisis, en la muerte. Sus posturas son tan higiénicas que resultan prácticamente incompatibles con la vida y, al parecer, con el arte. No por casualidad su nombre en alemán significa literalmente «arroyo de cenizas»…

Y entonces, aparece Tadzio. Un adolescente, un mancebo rubio, aniñado, andrógino, perfecto. Con rasgos suaves y precisos.  Es elegante en sus ropas y en sus ademanes, en sus movimientos, en sus miradas. Tadzio embriaga suavemente, como su nombre. Y es inalcanzable. Contemplarlo supone la muerte, ¿a qué más se puede aspirar?

Es la belleza de Platón (no abstante, Mann en la novela alude directamente al Fedro).

 Aschenbach consiguió lo que buscaba: contempló la belleza a través de la experiencia del contacto visual con Tadzio. Sin embargo resulta paradójica su agonía y su muerte.

 Muerte en Venecia es una de esas películas que cambian un poco la vida. ¿Resultaría exagerado decir que no se es el mismo antes y después de Muerte en Venecia?


No recuerdo ahora cómo cayó en mis manos  el libro Schopenhauer como educador de Nietzsche. Quizá porque hubo una época en la que todo lo que tuviera que ver con el mordaz y brillante maestro Shopenhauer actuaba en mí como un imán. Nietzsche lo dice mejor: «Pertenezco a los lectores de Schopenhauer que desde que han leido la primera de sus páginas saben con seguridad que leerán todas las páginas y atenderán a todas las palabras que hayan podido emanar de él.» 

Jamás pensé que me fuera a encontrar en esa obra con el Nietzsche que me encontré, con el inocente joven desesperado por encontrar un interlocutor válido, un padre intelectual, un maestro de lecturas, de conversación, de vida. ¡Cuánto pedía!

Lo encontró en Schopenhauer, a su manera, pero como muy bien dice Nietzsche, estaba muerto. Sólo vivía a través de sus libros y él lo resucitaba leyéndolos. Pero no tenía vida. Las ideas necesitan estar vivas para ejercer todo su poder.

 ¡Y qué desoladora resulta la confesión que a través de una carta realiza Nietzsche a su hermana poco antes de morir! Confiesa que no ha sido feliz precisamente porque no ha encontrado ese interlocutor: «No he encontrado nunca, desde mi niñez hasta ahora, nadie que tuviera en su corazón y en su conciencia la misma «necesidad» que yo. Eso me obliga, aun ahora, como en todo tiempo, a presentarme ante la gente disfrazado, algo que constituye para mí una máxima contrariedad, bajo la figura de cualquiera de los tipos humanos actualmente permitidos y comprensibles.»

¡Qué ganas de escribir más, pero no puedo! Aún estoy pensando: Quizá demasiadas lecturas, demasiadas ideas, demasiadas preguntas…

Digerir o gestar, quizá sean lo mismo. Y, ¡qué difícil es hacerlo solo! A veces querría cerrar el ciclo. Pero es ya un proceso desbocado que no puede pararse.

¡Qué falta de un maestro! Qué razón tenía ese Nietzsche desesperado y joven.

Hay maestros en los libros, pero hace falta uno que camine y llore. Que respire y que proteste.